Ayer estuve en Brasil. Es un país muy grande, pero me dio tiempo de recorrer buena parte de su superficie y, sobre todo, de hurgar en su tristeza hasta encontrar su alegría. Conocí a Bolsonaro y sus excentricidades y, ya estando ahí, saludé a Lula (¡así como lo leen!). Luego, en las favelas de São Paulo, escuché con atención a las funkeiras, unas mujeres opuestas al estereotipo de belleza blanca y burguesa, es decir, gordas y mulatas, que con sus canciones pretenden “derribar a la sociedad patriarcal”.
También visité las entrañas de Rede Globo, la cadena de televisión que con sus noticiarios tendenciosos y sensacionalistas, sus telenovelas llenas de acción y sentimentalismo y sus cardiacos partidos de futbol domina el imaginario colectivo del país de la samba. No pude dejar de asistir a un culto de la poderosa e influyente Iglesia Universal del Reino de Dios y luego, con la calma instalada en mi ser, dar un paseo por la Amazonia. Pero más tarde mi adrenalina me impulsó a colarme en el torbellino del carnaval carioca. Y, al final, fui testigo de los enfrentamientos por el control del mercado de la droga en este enorme rincón del mundo.
Esta mañana llegué a Japón. Y aquí las cosas son de otro color. Entre la melancolía y templanza de los japos, descubrí su verdadera religión: el culto a los antepasados (a los supervivientes del tsunami de 2011, por ejemplo). Me topé con varias ejecutivas que, después de saborear el éxito, el placer de mandar a un puñado de subordinados y el ajetreo desenfrenado tokiota, ansían regresar a “la paz del hogar”. Aproveché para enterarme de las característica de la forma de gobiernos de esta tierra superpoblada y posmoderna (tan monárquico y patriótico, oigan) y de su clase media que, pase lo que pase, siempre se centra en la paz social. Pero también (todo hay que decirlo) supe de sus particulares emociones y depresiones. Incluso asistí a un torneo de sumo y fui a escuchar blues (¡hay que ver lo que le gusta ese ritmo a esta gente!). Y, no me lo van a creer, pero llevo un buen rato tratando de seguir las pautas del “arte de evaporarse” (desaparecer, crearse una vida en otro lugar, vivir como un fantasma para huir de las deudas... ¡Esas cosas tan japonesas!).
No me he fumado nada. Lo que pasa es que llevo un par de días sumergido en las páginas de The Passenger, un maravilloso bookazine (o sea: un libro-revista) que, después de su éxito en Italia, ha comenzado a publicarse en España y que, debido a que la pandemia nos jodió los desplazamientos, se antoja como la mejor y la más completa solución para poder viajar en estos tiempos (en detrimento de la industria turística, eso sí).
Cada número de The Passenger es monográfico. Después de los dedicados a Brasil y Japón, vendrán India y Turquía. Se trata de un conjunto de ensayos, crónicas, reportajes, relatos y capítulos de libros, escritos por autores de renombre en la literatura y el periodismo internacional, que permiten conocer a fondo la cultura e identidad de un país con todos los elementos que han participado en su transformación contemporánea: sus debates públicos, las sensibilidades de su gente, sus temas candentes y sus heridas abiertas. Pero también cuenta con ensayos fotográficos, infografías e ilustraciones, recomendaciones de libros y de películas, “falsos mitos” y hasta una playlist de Spotify, con los artistas del país en cuestión para acompañar la lectura.
Así que no crean que es una simple guía turística o una revista semanal o mensual de viajes con recomendaciones de sitios para hacerse selfies. Aquí no hay estereotipos y nada es superficial. Por eso, también, hay que disponerse a realizar un trayecto profundo y, en consecuencia, dedicarle mucho tiempo de lectura. Admito que estoy encantado con este montón de páginas llenas de periodismo de solidez humanística y que, desde hace mucho, no me zabullía en la deconstrucción de la complejidad de un país como lo he estado haciendo ahora. Sé, desde luego, que tal vez no es más que una forma de evadir la cruda realidad de estos días, pero qué más da. Así que permítanme continuar con la siguiente parada de mi viaje: el antiguo pueblo de los ainus, al norte de Japón, calificado por muchos como “una aberración prehistórica” por resistirse a la asimilación y empeñarse en seguir sus propias tradiciones, mientras escucho Inu to neko, un temazo de Kazuyoshi Nakamura. ¡Sayonara!
AQ