La grandeza o pequeñez de los hombres depende de su capacidad para soñar, dijo Thomas De Quincey (1785-1859): “Quien habla de bueyes soñará probablemente con bueyes, y la condición de la vida humana, que impone a la enorme mayoría el yugo de una existencia cotidiana incompatible con una noble elevación de ideas, neutraliza a menudo el tono de grandeza de la facultad reproductiva del soñar, aun en mentes populosas con solemnes imaginerías. Para que sea frecuente soñar con magnificencia hay que hallarse predispuesto por naturaleza al ensueño. Esto para empezar y, aun cuando exista una fuerte predisposición, es muy probable que venga a perturbarla la agitación cada vez mayor de nuestra moderna vida inglesa”. (Suspiria de profundis. Hay una buena traducción de Luis Loayza en Alianza Editorial).
Tras la muerte de su hermana, Thomas de Quincey cayó en una grave depresión y se retiró al campo, para descansar y pensar. Lo rejuvenecerían la soledad y el aire fresco, las caminatas, la comida sencilla y campestre. Idea bucólica y apacible que, después de unas semanas, se convirtió en un hondo desasosiego, peor que el duelo. Sufre su soledad por la falta, no de gente en torno, sino de conversación importante. ¿Con quién hablar entre palurdos? Él también padece su propio intelectualismo, pero en este caso, tiene razón: quien habla de bueyes, sueña con bueyes. Y la conversación puede sólo alzarse hasta la altura de sus propios sueños. A los boyeros les aran los sueños sus propios bueyes; son incapaces de imaginarlos alados, o de oro, o profiriendo oráculos. No son sino bueyes. Los palurdos —y conste que los hay igual en oficinas que en las universidades o en el campo— componen un limbo de la inteligencia y la imaginación.
En el siglo de Coleridge y Wordsworth, De Quincey fue el mejor escritor de esa mezcla de ensayo y poema, un nuevo género, híbrido: el poema en prosa. Autor con una cultura amplísima y una imaginación poderosa, pero tímido, frecuentemente solitario y secuestrado periódicamente por una melancolía maligna, aprendió a redimir sus horas negras con opio.
Es un error pensar que el riesgo de los arrieros nos es ajeno. El de lector puede volverse un oficio tan tedioso como el del arriero o del obrero porque, en un descuido, los libros se vuelven, igual, sólo libros. Y los peores descuidos son los que cometen los “expertos”, los que han juzgado que ya saben… porque ahí se agazapan las entidades diabólicas y meten ruidos en la cabeza.
El peligro de la estupidez, dice De Quincey, no está en el oficio mismo. El mundo de quienes se dedican a los libros parece estar hecho de libros que hablan de libros. Una recua de libros. O peor: de textos. Pero sin mundo. Mientras sólo se hable de los trastos que cotidianamente nos afectan, seguiremos soñando eriales y cosechando arena. La peor depauperación de una sociedad no es de dineros sino de conversación: cada vez menos ganas, menos proyectos, más borra y miedo.
El tedio, ese monstruo que, según Baudelaire, en medio de un bostezo se tragaría al mundo, eclosiona en la conciencia cuando el oficio pierde su ritualidad para convertirse en una operación mecánica y el ritmo deja lugar sólo a la repetición. El sueño, si bien conduce a un sentido más amplio de vida, resulta de poca impronta si no halla zonas, espacios, vías para reproducirse en otras conciencias.
De Quincey, antes que Baudelaire, descubrió el tedio de la vida moderna, enemiga del sueño y de la memoria; y luego el opio, antes que los otros poetas y que Marx. En su época y en ésta, el problema más severo proviene de la histérica agitación del progreso y sus falsas y solemnes imaginerías, que convierten los espacios del sueño en pesadilla y la memoria en insomnio.
Solemos creer que la sola producción de las cosas es suficiente para acceder al beneficio que proponen. Y esto es falso. Los libros, los medios en general, carecen de sentido si no son leídos, compartidos, comentados. Hoy por hoy, vivimos en medio de una duermevela que puede cifrar nuestra vitalidad o confirmar nuestra decadencia.
Es triste, pero De Quincey puso su mano varias veces sobre el asunto central, pero creyó que era solamente un barandal: su melancolía y desesperación no vienen de los muchos libros ni los muchos bueyes; no es la acumulación y ni siquiera el acceso a la cultura lo que hace deseable o habitable una sociedad sino la capacidad de conversar y compartir la memoria y los sueños.
AQ