Pocas cosas nos han intrigado más
a los seres humanos que eso
que llamamos “tiempo”.
Es fácil observar que las nubes pasan,
las estaciones van y vienen,
las flores se marchitan
y los seres humanos también.
Decimos que “el tiempo pasa”.
Pero esto es algo tan subjetivo
y tan difícil de aprehender
como explicarnos por qué existe
una diferencia tan marcada
entre pasar ocho horas trabajando
y pasar ocho horas dormidos.
Nuestra manera de medir el paso del tiempo
da cuenta de nuestra estupefacción
y exhibe esta doble vertiente:
Natural y objetiva por una parte;
Subjetiva y artificial por la otra.
Es evidente para todo el mundo
que existe el día y la noche,
que la luna crece y decrece,
y hasta para los niños pequeños queda claro
que, con “la salida del sol”,
comienza un nuevo día.
Pero el acuerdo que nos hace dividir
el año en doce meses y 52 semanas,
las semanas en 7 días,
el día en 24 horas,
la hora en 60 minutos
y el minuto en 60 segundos,
es un asunto puramente mental
que obedece a razones simbólicas
y no a fenómenos que podemos observar
como el año, las lunaciones, las estaciones y el día.
Definir un “segundo” es metafísica pura.
Nuestra forma de medir el tiempo
es natural y artificiosa al mismo tiempo,
como los relojes.
Y la forma de los relojes cambia
pero no la duración de una hora
que sigue siendo exactamente la misma.
El tiempo —sea lo que sea—
no se detiene; lo que cesa es el hombre.
En contraste, y si, como asevera Wittgenstein,
entendemos la eternidad
no como un tiempo infinito
sino como ausencia de tiempo,
entonces quienes viven en el presente
disfrutan de la eternidad.
AQ