Tolstoi contra Clausewitz

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Las compuertas de las pasiones quedan abiertas a la gran novela, mucho mayor que todas las de los ilustrados, pero también a una serie de motivos que se validan en un orden pasional y patológico del que no logramos salir todavía.

Tolstoi en 1908. (Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Clausewitz, el “filósofo de la guerra”, y Tolstoi, el novelista de la guerra, coinciden en que la batalla de Borodinó (7 de septiembre de 1812, o 26 de agosto, según el calendario ruso) fue absurda. Compatriota de Kant y también ilustrado, Clausewitz no lograba atisbar “ni un mínimo rastro de arte bélico o inteligencia superior” y el resultado fue “menos una decisión cuidadosamente tomada que de la indecisión y las circunstancias”. Lawrence Freedman (Estrategia: una historia, 2016) dice que la conclusión inicial de Clausewitz, “y desde luego bastante razonable, era que la vastedad de Rusia hizo imposible «abarcarla y ocuparla estratégicamente»…”

Tolstoi concuerda en que la batalla “no tenía sentido ni para los franceses ni para los rusos”. Pero discrepa en todo lo demás. En la novela aparece Clausewitz, conversando con un militar alemán, Wolzogen, insistiendo en que la batalla debe ser “transportada al espacio… ¡al espacio!”. Tolstoi apunta: la batalla de Borodinó se dio en un “espacio de mil sázhens”, unos 230 metros.

El estratego prusiano no sólo era ilustrado sino heredero de aquella vertiente histórica que Burckhardt observa en la transición civilizatoria: “la guerra como obra de arte” y que consiste en domesticar la guerra hasta convertirla en un juego de ajedrez: racional y finito. Están en juego dos visiones de la historia: la primera, como el resultado racional de las grandes voluntades individuales; la segunda, como formas infinitamente complejas en las que el pueblo, las masas, aun sin una voluntad expresa, pesan más que los grandes héroes. Pero debajo de esa discusión yace un problema demoniaco: si el decurso de la historia es conducido racionalmente, o se trata del caos y el azar, las tormentas y pasiones.

Tolstoi niega ambas: ni el gran hombre, ni el caos… es la Providencia: “tal es el destino inmutable de todos los actores, y cuanto menos libres son, más elevada es su situación en la jerarquía humana” (Guerra y paz, X, I).

Tolstoi abre una nueva batalla, sin armas, de interpretaciones. Clausewitz describe las formaciones de los ejércitos como en diagonales enfrentadas: //. Tolstoi dice que eran dos paralelas prácticamente “verticales”, orientadas norte-sur, y añade una imagen, dibujada por él mismo, en la novela.

No sé decir, porque sólo soy un metiche, pero hallo que el mismo dilema se repite en dos videos de Youtube: uno es de historiadores, el otro se trazó sobre los mapas de Google Earth. En el primero, habría que estar con Clausewitz y casi todos los historiadores del XIX; en el segundo, con Tolstoi. Parece un detalle incidental, pero en el mapa, la disposición en diagonales permite atribuirle una estrategia a Napoleón. Tolstoi se rehúsa a reconocer dicha estrategia: “todas sus órdenes (las de Napoleón) ya se habían cumplido desde antes de haberlas dado, o eran imposibles de realizar.”

¿Por qué le haríamos caso a un novelista, en vez de al gran maestro de las estrategias? Porque Tolstoi no tiene dudas acerca de su visión superior a la del ilustrado militar, y en ese distingo reside el desenlace de Guerra y paz y un sentido de la verdad que lo involucra todo: que la Historia sea el territorio de la Providencia (esas dos mayúsculas que indican la nueva religión de la modernidad).

En el Libro X, Tolstoi elige a Andréi Bolkonski, el príncipe que se distinguía por la ausencia de pasiones, para largar una de las grandes peroratas de la literatura. Andréi “comprendió ese calor oculto, latente —como se dice en física— del patriotismo, que estaba en todas esas personas y que le explicó por qué todos se preparaban para la muerte”. Su furia vino con escuchar de la batalla próxima como si fuera una partida de ajedrez, y estalla: “Nosotros hemos jugado a la guerra, eso es lo que está mal… Se nos habla del derecho a la guerra, de la caballerosidad, del parlamentarismo, de compadecer a los desgraciados, etcétera. Todo eso son absurdos… No hay que hacer prisioneros, sino matar e ir a la muerte… Todo consiste en rechazar la mentira, y la guerra no será un juego”.

Adiós a la Ilustración y a la apuesta de una guerra de pura estrategia racional, de batallas acotadas y caballerosas cuyo objetivo era un orden político y cosmopolita. Las compuertas de las pasiones quedan abiertas a la gran novela, mucho mayor que todas las de los ilustrados, pero también a una serie de motivos que se validan en un orden pasional y patológico del que no logramos salir todavía.

AQ

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