Los trenes fueron la imagen misma del progreso a mediados del siglo XIX. Hubo antes transporte sobre rieles, tirado por animales, pero la primera máquina de vapor, la Locomotion No. 1 (1802), transportaba solamente carga; poco después, en 1830, inicia el transporte de pasajeros, prácticamente al mismo tiempo en el Reino Unido y en los Estados Unidos. Inversiones gigantescas, pero hallaron pronto no sólo un valor económico de enorme crecimiento sino un extraordinario dinamismo de comunicación, movilidad y, sobre todo, una forma de dominación con la que ningún pueblo podía competir. Así de claro lo vio Anastasio Bustamante: como copia del Norte, el tren entre Veracruz y Ciudad de México inicia obras en 1837.
Echar vías era terminar con la barbarie. Grandes movimientos de mercancías y mercaderes, pero también de tropas y artillería. El “orden y progreso” del sueño positivista, suprimió la primera aserción de la triada de Comte: “altruismo, orden y progreso”, que queda muy bonito en las ideas políticas de Rudyard Kipling, pero muy pronto se vuelve siniestro.
La literatura rusa, llena de trenes, de Anna Karénina al Doctor Zhivago y a la sobrecogedora novela de Aleksandr Solzhenitsyn, Un día en la vida de Iván Denísovich, no hace sino mostrar el rostro oscuro y malvado de aquel progreso que se quiso luminoso, incluso con aquella imagen que inicia el gran trayecto revolucionario de Lenin: su arribo a la Estación de Finlandia, en San Petersburgo. Y no sólo entonces: el régimen soviético siempre presumió sus ferrocarriles. Como los nazis, entendieron que el tren no solamente es dinamismo, carga, traslado, sino, principalmente, poder y control: lo mismo mueven tropas que prisioneros; de un punto a otro, sin libertad de movimiento, sin opción. Y no logro acordarme si fue Heisenberg, o algún otro gran físico, quien dijo que se podía adivinar que venía la guerra por el orden en los andenes: un orden impuesto por el miedo a la presencia de soldados. En tiempos de paz, los pasajeros andan con rumbos imprevistos y en desorden.
Contraste curioso, en los Estados Unidos se desarrolla un subgénero literario que igualmente adora al motor y la modernidad: la Road Novel. El coche, a diferencia del tren, se mueve a donde quiera el conductor. Es una extensión de la libertad de movimiento y una forma de potencia distinta de la del poder del Estado. Tiene su lado siniestro también. Ese coche de Gatsby, que los ricos describen como “color crema”, y los pobres, “amarillo”; o la suerte de habitación de Lolita y Humbert. O Kerouac...
Y para sacarme la imagen que necea en mi memoria, fui a buscar aquel capítulo de El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán: ese tren de Culiacán, de 1913, que se parece tanto al Metro de 2023: “No menos de diez veces se detuvo el tren, sin razón ostensible, durante las dos horas que siguieron a nuestra partida de Culiacán. Yo aproveché las paradas para asomarme a los demás vagones, y de mis correrías saqué en limpio que todos los de pasajeros, a cuál peor, se hallaban en tan malas condiciones como el mío... En la mayoría de los sitios no faltaba el vidrio, sino la ventana; en muchos, las desgarraduras de las cortinas eran prolongación de las grietas del techo... El tren no andaba porque la máquina no alzaba vapor, y no alzaba vapor la máquina porque el agua escurría al fogón desde la propia caldera. La lucha, pues, entre el vapor y la distancia se había convertido en lucha entre el agua y el fuego. Y mientras tanto, estábamos parados... A la destrucción —o, al menos, al deterioro profundo— del mecanismo material, del cuerpo del útil, correspondía un abajamiento, un deterioro de la espiritualidad de quienes todavía usaban el útil venido a menos. El tono de la vida a bordo del tren significaba por dondequiera un retorno a lo primitivo”.
Lo entendió perfectamente Jorge Ibargüengoitia. En Los relámpagos de agosto transforma una historia, siniestra y ridícula, de un memorable vagón de tren cargado de dinamita que debió explotar en territorio de los Estados Unidos y sólo quedó en un episodio absurdo y desternillante. En México, solamente Porfirio Díaz puede presumir el transporte ferroviario como logro civilizatorio.
Lo cierto es que el transporte sobre vías solamente le ha funcionado bien a los dictadores que duran décadas. Los gobiernos de paso dejan un desastre. Falta ver qué infierno deja esa alucinación, concebida a medias entre un dictador tropical y Fitzcarraldo, llamada Tren Maya.
AQ