Gore Vidal aseguró que el libro no existía, que ni siquiera era un borrador. Se refería al testamento literario, la hipotética obra maestra a lo Marcel Proust que predecían los entusiastas de la obra del duendecillo, solo los apasionados porque la gran mayoría lo imaginaba como enciclopedia del desdoro y la miseria humana de la alta sociedad y la fauna chic, lectores que esperaban su salida de la imprenta con la morbosa expectación que produce la próxima entrega de un folletín de la farándula: “Como esto es los Estados Unidos, si proclamas lo suficiente a los cuatro vientos que has escrito una obra inexistente, se convertirá en algo positivamente palpable. Sería estupendo que le concedieran el premio Nobel aduciendo la fuerza literaria de Plegarias atendidas, obra que, por descontado, no ha escrito. En Esquire se publicaron unos fragmentos inconexos de lo que hubiera debido ser una novela de chismorreos. El resto es silencio, y pleitos […] y mucha palabrería en televisión”.
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Más devoto de Vidal que del duendecillo, Martin Amis pensaba lo mismo: “Monstruos inmaculados”, “Kate McCloud” y “La Côte Basque”, los textos que Esquire lanzó en 1975 y 1976, época en que el editor era Gordon Lish (la mano de sombra de Raymond Carver y rescatista de la única novela de Neil Cassady), difícilmente armarían un relato de talla mayor ya que “Mojave”, hipotético capítulo de Plegarias atendidas, quedó fuera y se incluyó en Música para camaleones aunque, de igual manera, el inglés consideraba que lo metieron ahí con calzador.
De lo que iba a ser el resto de la novela, “Yates y cosas” y “Un grave trauma cerebral” solo se sabe lo que el duende platicaba, panegíricos sobre su calidad suprema, o mejor, de auto elogio, porque nunca se encontraron. A diferencia de Crucero de verano, la novela póstuma que supuestamente un conserje halló en un archivo abandonado en Brooklyn Heights y publicada en 2004, aquellos textos fantasma le sirvieron de ilusionismo, como el embuste que a fuerza de repetirlo se convierte en hecho irrefutable.
Martin Amis afirmó que el gnomo no escribió Plegarias atendidas porque temiera la defenestración del mundillo en el que se hizo de un lugar a golpe de talento, por simpatías y connivencias, por encantador y malediciente, sino porque se supo artísticamente incapaz de darle forma, aproximarlo a la maestría de Proust (“Capote debió sentirse mortificado por una creciente sensación de que todo aquello era un fraude”, anotó en el artículo sobre Truman contenido en La guerra contra el cliché).
Vidal y Amis tenían razón. El primero, por tildarlo de novelón de chismorreo. El segundo, por apuntar a la sinceridad. Pues aunque al duende sí lo echaron del reino de los cisnes, poseía la entereza necesaria para afrontar el rechazo.
Capote llevaba en sí la vocación del odio, el vilipendio y la soberbia. Aborrecía a colegas y ex amigas. Jacqueline Kennedy y Lee Radziwill, John Updike, Joyce Carol Oates, Thomas Pynchon, Bernard Malamud, Robert Frost, Georgia O’Keeffe, William Burroughs. Abominaba a Norman Mailer y, por supuesto, a Gore Vidal (rencor correspondido). Vituperó a su amiga de la infancia Harper Lee (borracho, se atrevió a pregonar que él era el genuino autor de Matar a un ruiseñor). Con Tennessee Williams tuvo cierta consideración, tal vez quiso de verdad a Carson McCullers y, obvio, a su estoico compañero Jack Dunphy.
El gnomo destrozó a todos cuanto pudo. Así que, en efecto, Plegarias atendidas existió solo en su cabeza y no en la forma en que la conocemos, la estructura que anhelaba para cerrar su vida con una obra maestra.
A sangre fría no fue suficiente.
AQ