Las vísperas del año nuevo de 1963, el escritor inglés Al Alvarez visitó brevemente a su amiga Sylvia Plath, tomó una copa, la oyó recitar algunos poemas y luego se fue a celebrar la fecha con unos amigos. Ya no volvería a ver viva a la poeta, que se suicidó unas semanas después. Él mismo un pertinaz depresivo y suicida fracasado (en 1961 se salvó milagrosamente de un coctel de alcohol y decenas de somníferos), Alvarez comienza su legendario estudio sobre el suicidio, The Savage God (hay edición en español en Fiordo), con un perfil de Sylvia Plath, que exalta el periodo de laboriosidad y fecundidad creativa que precedió a su muerte.
Aunque han pasado más de 50 años de su publicación (apareció en 1971), y en ese lapso han surgido otros estudios seminales sobre el suicidio como el Semper Dolens de Ramón Andrés, el libro de Alvarez conserva su lozana erudición y su perturbador intimismo y constituye un recorrido por la concepción de la muerte voluntaria en Occidente, por la función del suicidio en el arte y por otros indescifrables misterios de este acto límite.
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El suicido, dice Alvarez, genera un terror primitivo y suele ser condenado a las más vergonzantes degradaciones sociales. Por ejemplo, en algunos lugares se cortaba la mano asesina del suicida y se confiscaban sus bienes. Los filósofos clásicos griegos despojaron al suicidio de su halo supersticioso y lo hicieron una decisión casi racional, mientras que en la filosofía helenística llegó a alcanzar el rango de virtud. (aunque esclavos, soldados y criminales estaban excluidos del suicidio legítimo). No en balde existe una dinastía de suicidas eminentes y ejemplares, que empieza por Sócrates y continua con Catón, Zenón, Séneca, Terencio o Lucrecio, entre otros.
El cristianismo tuvo, en sus primeros mártires, ascetas y místicos, un ánimo filo-suicida; aunque la idea de la vida como don divino y el ánimo de evitar el martirio como una vía corta a la salvación llevaron a condenar este acto. Para Alvarez, en la vida moderna, el suicidio, ya desprovisto de su estigma moral y religioso, se ha convertido en un problema meramente intelectual o sanitario, pues para muchos este acto es producto de condiciones sociales o clínicas que pueden modificarse. Ante este determinismo científico y sociológico, Alvarez señala que el suicidio difícilmente responde a condiciones objetivas de, por ejemplo, privación o sufrimiento y que abundan quienes se quitan la vida en la cima de su fortuna y facultades. Luego, hace un rico rastreo de iluminaciones en torno al suicidio en la literatura, desde Dante hasta Plath, y, sobre todo, emprende una introspección en el mundo opaco del suicida, en su lógica tan estricta como perversa y en la forma en que todas las trivialidades adquieren sentido para empujar a una decisión fatal. A partir de esta experiencia, Alvarez llega a una conclusión tan desconcertante como consoladora: los motivos para quitarse la vida son tan inescrutables como los motivos para seguir viviendo.
AQ