Anne Carson (1950), poeta, ensayista y narradora, galardonada este año con el premio Princesa de Asturias, hace aquí alarde de un estilo que fusiona géneros y épocas. Se vale del poeta griego Simónides, quizá uno de los más populares y polémicos del siglo V a. C., para explorar el valor del dinero en relación con el valor del arte y la vida. Aristófanes se burlaba del poeta Simónides porque acostumbraba cobrar por sus versos.
El dinero no se come. Sí puedes, en cambio, vender comida. De hecho, puedes vender cualquier cosa. Marx calificó este hecho de “forma mercantil” y pensó que era propio de la vida de todos los objetos en una economía monetaria. “Vender es la práctica de la alienación”, expresa, “y la mercancía es su expresión”. Formulado de este modo, las mercancías adquieren un valor alejado de su uso, ajeno a su contexto de uso.
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Simónides experimentó esta pérdida de contexto en carne propia. En sus relaciones con sus mecenas —también anfitriones— vio la pérdida de decoro. Observó cómo grandes roturas y rasgaduras empezaban a aparecer en el tejido de la acción recíproca que supuestamente albergaba y nutría la vida de un poeta. Vio cómo le racionaban la xenia como una mercancía. Se volvió intensamente consciente de su propio valor de cambio como productor de poesía. Y, con la escueta claridad que caracterizaba su genio social, puso en acción dicha falta de elegancia:
Simónides era realmente un miserable y codicioso tacaño: en Siracusa (según narra Camaleonte), Hierón acostumbraba enviar al poeta una porción diaria de alimento. Simónides brillantemente vendía gran parte de ésta, guardando una pequeña ración para él. Y cuando alguien le preguntaba “por qué”, respondía: “para que la munificencia de Hierón sea obvia para todos, sin mencionar mi propio sentido de orden”.
Una vez más, Simónides señala una tensión entre dos sistemas económicos. En la historia, la comida se transforma en dinero, como el valor de uso se transforma en valor de cambio cuando una sociedad adopta la acuñación. Esta transformación tiene menos que ver con avaricia personal que con la reducción de los valores humanos a lo conmensurable. Simónides elige deliberadamente sus palabras. Megaloprepeia (“munificencia”) y kosmiots (“sentido de orden”) son términos directamente extraídos del vocabulario aristocrático del intercambio de dones. Describen con incongruencia el acto de intercambio mercantil en que el poeta se ve involucrado. Pero la incongruencia inicia con Hierón. ¿Por qué envía alimentos a Simónides en vez de mantenerlo a su lado como muestra tradicional de hospitalidad? El dinero altera las relaciones entre las personas, se inmiscuye entre sus manos.
El dinero desarraiga los gestos de elegancia de una economía aristocrática y los inscribe en las superficies de un artefacto. La tradición de la avaricia de Simónides representa una poderosa abstracción de esa realidad, midiendo el espacio que empezaba a abrirse entre poeta y mecenas en esta nueva época de comercio y profesionalismo. El poeta del siglo V ya no es un integrante del mismo cuerpo social que su público. Tampoco basta la operación de la xenia para asimilarlo. Como alimento vendido por dinero, el poeta profesional permanece irreconciliablemente ajeno.
Ahora bien, es cierto que en la antigua cultura griega, como en muchas otras, la diferencia define al poeta. Homero no sería ciego si la verdad resultara, por lo general, aparente. Simónides no sería avaro si el lenguaje no fuera una de las economías más reveladoras en uso. Pero una grieta profunda corre entre la ceguera de Homero y la avaricia de Simónides. La sociedad que reverenciaba la visión de Homero se transforma, en el siglo V, en público receloso de la habilidad económica de Simónides. Hemos observado en los poemas y anécdotas antes mencionados que Simónides se complace en sacar provecho de su propia alienación. Bajo este juego se encuentra (a mi parecer) una seria reflexión acerca del significado de la vocación poética.
Vender poemas incita a pensar en cuál es su valor y en quién puede medirlo. Sabemos que Simónides ponderaba estas interrogantes y trataba con dureza a cualquiera que presumiera de contestarlas en su lugar. Por ejemplo, Aristóteles narra la historia del ganador de una carrera de mulas deseoso de comprarle a Simónides una oda a su victoria. Simónides se negó, pues el pago era módico y no le agradaba la idea de componer poesía para mulas.
Pero, al recibir un pago apropiado, compuso este verso:
¡Salve, hijas de caballos veloces como vendavales!
Del pago apropiado deriva un poema apropiado. Compensemos esta anécdota con otra que procede de la tradición biográfica relativa al otro plato de la balanza de pago. Un día, cuenta la historia, Simónides, la víspera de una travesía marítima, caminaba solo por la costa. De pronto se detuvo. Había un cadáver a sus pies. Simónides no titubeó. Resolvió enterrar el cuerpo y, acto seguido, erigió un epitafio que habla en la voz del difunto:
[Rezo porque aquellos que me han matado corran con igual suerte,
Oh Zeus del huésped y el anfitrión,
Rezo porque aquéllos que me han sepultado
disfruten del beneficio de la vida.]
Pero el epitafio no es el fin de la historia. Durante la noche, el cadáver que Simónides había enterrado apareció en sus sueños advirtiéndole no embarcarse el día siguiente. Simónides comunicó esta advertencia a sus compañeros de viaje, quienes la ignoraron, se hicieron a la mar y naufragaron. Simónides se quedó atrás y se salvó. Agregó entonces un codicilo al epitafio en la playa:
[Aquí yace el salvador de Simónides
quien, aun muerto, ha concedido a los vivos una gracia.]
Como acostumbra, Simónides crea una doble afirmación sobre la economía de lo ocurrido pues dirige el epitafio al Zeus Xenios, “dios del huésped y el anfitrión”, cuyas reglas primordiales de hospitalidad hacia los extraños le habrán dictado al poeta enterrar el cadáver encontrado en la playa. Al mismo tiempo, articula la oración de venganza del difunto en un lenguaje relativo a las ganancias y pérdidas, un dejo de mentalidad mercantil destinado a subrayar la ausencia del pago apropiado. Este pago ocurre no obstante en el asombroso anexo. Simónides y su “salvador” se han concedido uno al otro un regalo inestimable en términos mercantiles. Su transacción es regida por Dios y genera una plusvalía que supera con creces su propio cálculo.
“Gracia” es la casi intraducible palabra final y la última estimación del comercio luctuoso de Simónides. La gracia es la extraña e impetuosa moneda de su transacción. La gracia compra salvación en varias direcciones al mismo tiempo, pues se trata de un intercambio de vida y muerte imbricado en la función del poeta y consonante con su avaricia. Un poeta es alguien que negocia con la sobrevivencia, convirtiendo de nuevo el hecho de la muerte en fama eterna. Pero el difunto no es el único en sacar provecho. Es el nombre de Simónides el que aparece en esta lápida. Somos nosotros los que encontramos compensación en su don poético. Inmortalizadas en nuestro goce poético quedan las obras de su vida y la garantía de su salvación. ¿Quién salva al salvador? “Un ahorcado estrangula la soga”, escribe Paul Celan en uno de sus primeros poemas. La gracia es una moneda con más de dos caras. En la cual confiamos.
Traducción: Olivier Tafoiry y Jeannette L. Clariond.
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