En la Antígona, Sófocles parece responder a Esquilo: “Tremenda cosa es el hombre... que se enseñó a sí mismo el habla...” dice el coro, la voz colectiva, que a veces es el pueblo, a veces el sentido común. En esos versos (354 y ss.) Sófocles ha puesto en juego un demonio: casi todos los traductores interpretan que el hombre “se enseñó a sí mismo el lenguaje”, aunque el sustantivo que usa Sófocles es más preciso: phthegma, que significa “el sonido de la voz”; como sea, parece una respuesta al Prometeo de Esquilo, que afirma haber sacado a los humanos de una postración lodosa y cavernaria: el titán nos enseñó a ver y a escuchar, a escribir, la medicina, la minería... todo lo debemos a una intervención divina, exterior, que nunca hubiera surgido de nuestra propia naturaleza humana.
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Isaiah Berlin (Las raíces del romanticismo) propone un dilema con una admirable claridad: para la moral clásica, desde antes de Sócrates, la virtud es conocimiento, y el conocimiento es virtud. Una ecuación. Y una exigencia: el juicio ha de atenerse a un criterio exterior a la conciencia, algún orden abstracto, impersonal, objetivo, que valga de modo idéntico para todo ser pensante. De tal modo, si la lengua que hablan los humanos es dada por el dios, toda conciencia depende de una estructura que no le pertenece de modo personal.
El enojo de Berlin tiene un destinatario: J. J. Rousseau, esa bestia parda de la moral modernizada. Y Berlin lo explora con ese mismo síntoma de todos los que leen a Rousseau: la fascinación. Hay quienes lo aman; muchos otros lo aborrecemos. Pero el aborrecimiento filosófico o literario no es igual a otros: es un goce malsano que vive en la cresta de la admiración. Sucede con muchas mentes brillantes que amenazan con derruir los suelos bajo los pies del lector. A Popper le sucede con Platón; a muchos, con Hegel. Pero, en el caso de Rousseau, no es el deslumbramiento intelectual sino algo más bajo: un enganche anímico, una empatía rebelde que surge de una moralidad anterior al razonamiento. Y Berlin ama odiar a Rousseau. Por su victimismo y por la estela de su influencia.
Rousseau destruyó la ecuación entre conocimiento y virtud, y su necesaria objetividad, cuando introduce por primera vez un orden moral que remite sólo al sujeto y a una idea novedosa de la naturaleza. Dos libros, increíblemente exitosos, populares y persuasivos, el Emilio y La nueva Eloísa, popularizaron una concepción que rompía con la tradición occidental: la naturaleza es buena de suyo, pero el alma humana se va envileciendo por culpa de los hombres y sus instituciones. Adiós a las obligaciones de construirse, aprender, imitar y desarrollar sus capacidades intelectuales, fortalecer una ética, convertirse en algo que no le venía de su naturaleza sino de las instituciones.
El alma natural, buena y noble mientras no sea envilecida por la dominación, o victimizada por las instituciones, da pie a una nueva perversión: la de igualar ignorancia con virtud. La ingenuidad como cifra del bien, el candor y la simpleza intelectual como pruebas de un nobilísimo estado de naturaleza. Eso es el pueblo bueno, el pueblo que, aunque sea ignorante, es sabio. El estado paradisiaco de alma y naturaleza supone un orden nuevo en el juicio: si las instituciones la malean, el alma debe mirar hacia sí misma, hacia su propia naturaleza, para hallar la fuente del bien. La autenticidad, la coherencia con uno mismo, la sinceridad han permeado la cultura, al grado de que algún cantautor dice: “defender mi ideología, buena o mala, pero mía”, creyendo exhibir una ética sólida y sin darse cuenta de que dijo una idiotez, y a todo pulmón. Lo nuevo, nuestra torcida herencia romántica, no se queda en la validez de la ética individual, también ha impregnado al mundo. Después de Rousseau, creemos firmemente que la naturaleza es de suyo buena. Tanto, que resulta hasta mejor sin nosotros, que la maleamos y pervertimos.
El coro de Antígona advierte ya del conflicto que se avecina: por un lado, Antígona, frágil y sola, aduce una obligación para con una ley antigua, ajena al arbitrio de ningún sujeto y válida de suyo: los muertos deben recibir sepultura. Por el otro lado, Creonte, el gobernante que emite sus propias leyes, desde su propio arbitrio, obedeciendo a su voluntad y obligando al pueblo bueno a obedecer al poder. La ley de Creonte es válida si asumimos que “el hombre aprendió por sí mismo el lenguaje”.
ÁSS