Vivimos insensibles al suelo bajo nuestros pies,
nuestras voces a diez pasos no se oyen.
Ósip Mandelshtam
—¿Oíste?
—Oí.
—¿Y?
—Estoy convencido como nunca de lo que siempre dije y que voy a repetir: ésta es una guerra contra los valores que nosotros defendemos, y los defenderemos con sus propias armas, que son el diálogo, la paz, el respeto solidario, el pluralismo y la diversidad, la tolerancia… en una palabra: nuestra democracia.
—¡Vaya tu vocabulario!
—Tu ironía no aporta nada. Es más, en tiempo de guerra, no tomar partido significa ser cómplice del agresor.
—¿No tomar partido?
—Quien no se opone a la agresión con el rechazo a la violencia se vuelve responsable del horror.
—¿Para qué sirve el pacifismo cuando la guerra comenzó?
—El pacifismo es la única respuesta que tenemos.
—¿Respuesta a quién?
—A la guerra.
—La guerra no escucha, no razona, no contesta. La guerra es quien la hace, igual que el estado, el consenso, la usura de los bancos, la pública opinión… y quien echa las bombas ¿oye al coro que clama beato amor y paz?
—Aunque no escuche, y debería, nosotros no podemos callar nuestra postura. Nuestra trinchera es la democracia.
—¿Y va a salvar el mundo?
—No capto tus provocaciones… ¿No eres democrático tú?
—No digo que no soy democrático, tampoco que lo soy: lo que importa, ahora que ha estallado la guerra, es entender si podemos hacer algo concreto, y qué cosa.
—Te dije: luchar desde la trinchera de la democracia.
—¿Y a quién le disparas desde tu trinchera?
—Mi trinchera, que no es mía, sino una bandera que todos deberíamos compartir, no dispara con armas, ataca con ideas, defiende con modelos, no viola el derecho de nadie y avanza por la vía legítima del credo humanitario.
—¡Una trinchera móvil!
—Es indigna tu ironía, tan fuera de lugar cuanto falsa y peligrosa.
—Solo quiero buscar si hay un camino, real, para salir del círculo vicioso de la guerra y la paz.
—No es un círculo vicioso, es una alternativa que impele a tomar la decisión: tú, ¿qué prefieres?
—Es una fórmula para lavarse las manos cuando un pueblo asesina a otro pueblo.
—La guerra no la hace el pueblo.
—¿No?
—El pueblo es la víctima, siempre. El pueblo, aunque fuera oportunismo, inercia, o ceguera, está del lado de la paz: la guerra no la quiere nadie.
—¿Nadie? Pero está.
—Está por la agresión del enemigo, porque la diplomacia no tomó en cuenta los avisos de un tirano genocida, porque la izquierda ha perdido a sus adeptos, porque nuestra religión del bien común vive bajo la amenaza constante del autoritarismo, el monopolio y la conspiración, fuera y dentro de su casa, porque…
—Ya me duele la cabeza de tantas pancartas.
—Debería dolerte la conciencia: tu cinismo es el pasaporte que conduce a la apatía frente a lo que está ocurriendo. ¿Por qué tan hostil al compromiso, tú? Lo tienes todo… un buen trabajo, viajes, libros, una situación privilegiada, y no se puede negar tu inteligencia… y persistes… No le veo ninguna lógica, es absurdo. Y lo peor de tu postura es su carga contagiosa, no es un tema personal.
—Vaya, es la hora pico del tráfico de ideas.
—Sigue, sigue… tu inconsistencia delata un equilibro sutil y precario.
—Es el poder lo que se apoya en un equilibrio sutil y precario, éste es el principio que lo nutre, lo que lo vuelve impenetrable.
—¿El equilibrio sutil y precario del poder?
—Te va un ejemplo, muy… gráfico, si quieres… En una sala del palacio, el dictador se reúne con sus ministros más cercanos: son siete y cada uno podría ser denunciado por otro y acabar en la horca. Las puertas de la sala están resguardadas por hombres armados que se turnan, miembros del cuerpo especial de policía del dictador, que responden al mando de los siete. El palacio está resguardado por cientos de hombres, bajo el mismo esquema… En la reunión el dictador decreta la pena de muerte para alguien, o una invasión, o lo que quieres. Ahora bien, si uno de los siete, antes o después, fuera o dentro del palacio, hablando a solas con otro dijera que hace falta encontrar a un tercero, y luego a un cuarto, y a otros dos, para tumbar de una vez al tirano, y los que resguardan la sala y el palacio… Ya me entiendes… Pero nadie pronuncia una palabra, el terror sella todas las brechas del silencio. Es tan mecánico y sutil, como el piquete de una aguja que podría liberar una inmensa energía, pero todos recelan de todos, nadie aprieta el émbolo y entonces… El poder se funda sobre este principio elemental: dejar el arma secreta a la vista de todos, para que todos, al sentirse amenazados, la empuñen mutuamente. Es un pacto inquebrantable. Ahí está el mecanismo del poder, totalitario o no, y también la persuasión de la trinchera que nadie quiere abandonar. Es la conspiración inversa: de arriba hacia abajo, del vértice a la base, todos tienen miedo de atacar, aunque fuera todos juntos, al dictador, el único que goza de esta red, ya que no temen al tirano, sino a sí mismos… El poder entrega a sus víctimas la licencia de la culpa. El argumento desarma por ser muy primitivo, algo estúpido si quieres, y por sustentarse sobre una paradoja: el miedo al poder, así como tu trinchera, consiste en la ilusión de protegernos de la duda, nos libra del peso de apelar a nuestra propia autoridad, ofreciendo un pensamiento dominante, uniforme, impersonal. Tu trinchera y su contrario funcionan de la misma manera… y la guerra…
—¡Qué caricatura de mal gusto!
—Te dolió reconocerte… de frente y de perfil.
—Mi trinchera y su contrario… todo igual… ¡qué necedad!
—¿Piensas salir, algún día, de tu trinchera?
—¿Te refieres a cuando termine la guerra?
—No, me refiero a la actitud beligerante de tu fe.
—¿Beligerante?
—Sí. O pro, o contra. ¿No existe una zona neutral?
—Según la postura del otro.
—Ah, del otro…
—¿Y de quién más?
—De ti.
—¿Neutral conmigo mismo?
—Y con el otro…
—¿Qué dices? ¿Quién te entiende?
—Llamemos las cosas con su nombre: si tú piensas que la democracia es el mejor gobierno en absoluto, una meta universal, y si del otro lado el autócrata esgrime la misma voluntad, nunca será posible dialogar porque nunca habrá un terreno neutral, es decir, un lenguaje común. La traducción del lenguaje democrático al autocrático, y al revés, es imposible. Es necesario propiciar un encuentro en una zona franca, accesible para todos al ser tierra de nadie, donde el demócrata acepta que su credo es válido dentro de su mundo, y sólo para él, y el autócrata confina su doctrina y sus acciones en su territorio. Y hay que decirlo: este examen de conciencia le resulta más penoso al demócrata sabio y reformista… Es el viejo tema del monoteísmo: antes era un dios, luego se llamó comunismo, o nazismo, y ahora en nuestro hemisferio iluminado impera el dogma de la libertad… Si yo no pienso que la democracia es el sistema mejor para mi tribu, y solo para ella, y si el autócrata no piensa lo mismo del suyo, no hay encuentro, y sin encuentro no hay paz. En cambio, si salimos de nuestra rutina intelectual hacia una zona franca sin voces familiares, el único trato real es con el otro. ¿No crees?
—Tendría que salir de la trinchera de la democracia para ir al encuentro de un tirano?
—¿Por qué no?
—Porque yo no juego como tú, yo creo en lo que digo.
—¿Crees que la democracia es el mejor gobierno?
—Sí.
—¿Para ti, para nosotros, para todos?
—Si es el mejor, lo es para todos.
—Éste es el punto.
—¿Cuál?
—Que el autócrata piensa lo mismo y el lenguaje común queda desierto. O si prefieres, el lenguaje común, bajo esta premisa, es la guerra.
—El punto es otro.
—¿Cuál?
—Que la democracia es el mejor gobierno y la autocracia es execrable. Y lo peor es que lo sabes y te gusta provocar.
—No, yo no lo sé, yo lo creo: para mí la democracia es el mejor gobierno, pero no por eso tiene que serlo para todos.
—¿Ésta es tu trinchera?
—No es una trinchera, es un paseo al aire libre, donde puedes encontrar y saludar a quien sea sin empujones.
—¿Para ti la democracia es una camiseta que uno se pone y se quita dependiendo del capricho del momento?
—No. Para mí la democracia es un medio, el mejor medio, pero no es un fin.
—Si fuera un fin, ¿sería universal?
—No. Sería mi fin, nuestro fin, no el de todos.
—¿Y al ser un medio?
—Su función depende de cada resultado, de su objeto.
—Te escucho.
—Yo, lo confieso, no puedo vivir sin el refri. Sé que por milenios la humanidad vivió muy bien sin refri, sé que incluso sería recomendable prescindir de un montón de cachivaches… y aun así, sin el refri, podría volverme loco. Igual que sin la democracia.
—Ya estás loco: el refri igual que la democracia…
—Sí, es una herramienta que sirve para determinados casos; para otros, no. El refri está prendido todo el tiempo, conserva mi comida, pero cuando necesito rebanar, o calentar, o freír, uso otros instrumentos. A veces, como en el caso de la estufa, instrumentos opuestos… y todas juntas, estas herramientas, me permiten comer. Si yo me apegara a una sola de ellas, no comería. Lo mismo con la democracia.
—Tu argumento se cae frente a una objeción: ¿Quién decide y cómo y cuándo que no es el momento de usar la democracia y de pasar a otros regímenes?
—No se trata de pasar a otros regímenes, se trata de definir los confines de la democracia, sus límites, reconocer su empleo y por lo tanto su lugar de aplicación, abrirse a soluciones concretas vinculadas a cada problema. Frente a eventos específicos, respuestas específicas. Frente a la guerra, por ejemplo.
—¿Por ejemplo?
—Considerar la utilidad en función del fin. La no beligerancia como principio constitucional, o como línea de gobierno, debería ser sometida al examen de los hechos. La paz, para existir, no requiere una neutralidad política o militar, sino una distancia cultural: nos pide sacudir lo nuestro y lanzarnos más allá, sin idealismo, ingenuidad, o el optimismo idiota del perdón. Se trata de salir de la trinchera de nuestras certezas y afirmar que cada fe, cada visión o ideología es relativa, local, por muy grande y longeva que fuera su zona de influencia… y de ahí comenzar a figurarse un lenguaje neutro, donde no hay justicia ni opresión, no hay tiranos ni ciudadanos libres, no hay pureza ni herejía: donde nadie tiene la razón y el sentido guiña en la mirada incrédula del otro. ¿Me entiendes?
—Entiendo que estás loco: nadie tiene la razón… todo es relativo…
—Sin la construcción de esta zona franca y de su lengua, que será una lengua artificial, que no incluye palabras como tierra, familia, sin embargo, puro instrumento de servicio, nunca existirá la paz, solamente la ficción cotidiana de la batalla en curso, siempre distinta e idéntica y dolosa… Sí, la lengua de la paz es una lengua artificial, una lengua sin literatura.
—Estar dispuesto a ceder tus ideales frente al enemigo es el principio de la pérdida de la libertad.
—Das por sentado que hay un enemigo…
Se oye un estallido, aquí, no, allá, ve tú a saber.
ÁSS