Por la cabeza pasan mil cosas cada minuto. De pronto, las asociaciones azarosas chocan, o consuenan y ponen cara de ser oráculo. Casualidad, pero puede dejar de serlo. En el prólogo de The Landmark Thucydides (“La atalaya Tucídides”), Victor Davies Hanson dice que Tucídides escribió una “historia intensa, fascinante y atemporal de hombres fuertes y débiles, de héroes y sinvergüenzas e inocentes también, todos atrapados en las fatídicas circunstancias de la rebelión, la plaga y la guerra que arrancan siempre la chapa de la cultura y muestran lo que realmente somos”.
Chapa: en inglés “veneer”, esa capa que cubre un tambor o un bastidor de material basto para darle apariencia de buena madera, o hace parecer oro una bisutería de metal barato. Hanson refiere a un dicho inglés que parece refrán, sin serlo: “the thin veneer of civilization”. No conozco el origen, pero lo hallo repetido, con esa casualidad que se vuelve oracular, por el papa Francisco, por Timothy Garton Ash, ambos a propósito del huracán Katrina; por Boris Johnson, Joe Rogan, recientemente; por George Santayana y Herman Melville. La idea es clara: la civilización es una chapa delgada con la que cubrimos nuestro estado burdo, de naturaleza. Un calor fuerte, un frío intenso son suficientes para ajar nuestra elegante fachada y destapar “lo que hay abajo, la delgada costra con que cubrimos el borboteante magma de la naturaleza, incluida la naturaleza humana” (Garton Ash).
Se entiende la preocupación de los estadunidenses: se les olvida su propia fragilidad y son capaces de dar por tierra con su república. Según una encuesta de CNN, “30% de los republicanos afirman que la violencia puede justificarse para ‘salvar’ a los Estados Unidos”.
Los enchapados requieren mantenimiento constante. Cualquier pequeña rajada, un agujero, puede ser el cáncer de su deterioro fatal. En Latinoamérica se dio esa reflexión desde el Facundo, civilización y barbarie, de Domingo Faustino Sarmiento, aquel argentino obsedido por la cultura y la construcción de universidades y escuelas como única forma de erguir una vida humana y no animal. Esa obsesión de Sarmiento marcó una de las más hondas guías del ideal civilizatorio moderno en la lengua española: la universidad, la escolaridad, la educación. De Sarmiento siguen Rodó y su maestro Próspero, José Vasconcelos y toda su apuesta educativa y por la Universidad.
Pero como las civilizaciones católicas tienen muchos siglos cubriendo de maderas finas su barbarie, hemos venido a creer en un esquema equivocado: que la civilización se ahonda, que gana en densidad y profundidad con cada generación, que nos vamos haciendo mejores y más humanos. Por ejemplo, Baudelaire escribe en su diario: “Teoría de la verdadera civilización. No está en el gas, ni en el vapor, ni en las mesas giratorias. Está en la disminución de las huellas del pecado original”.
Hay dos modos de leerlo. Una, al modo de quienes creen en su civilización como algo que se fortalece y profundiza; que el alejamiento de su origen salvaje es cronológico: cada vez nos alejamos más del pecado original; luego, sus huellas se van diluyendo en el tiempo y somos menos bárbaros. Pero es una noción falsa y picada de soberbia. Suponer que los enchapados, por añosos, son suficientemente resistentes es agitar ese magma del que advierte Garton Ash. Los instrumentos de la civilización —incluido el enamorameinto universitario de Sarmiento y Vasconcelos— son tan frágiles como la capita de cultura de quienes forman la sociedad a la que esos instrumentos civilizan.
La otra lectura debiera ser más cercana: el pecado original, como quiere Baudelaire llamar a la barbarie humana, no es parte de la evolución animal. Cada generación, cada individuo tiene que llevar a cabo su propio barniz: la materia es la misma. No se trata de una experiencia acumulada y heredable sino del mismo recubrimiento artesanal del que cada uno ha de hacerse responsable. Que la civilización consiste en darse cuenta de la propia barbarie y hacer lo necesario para evitar ser un piteco (glosando a Ortega y Gasset). Unos creen que la civilización es su estado real y que consiste en haberse alejado de la barbarie; otros, que se trata en efecto de una capa lábil y precaria.
Los gringos podrían romper su república. Los miramos con espanto mientras escuchamos martillazos en nuestra casa. Al menos, ellos tienen miedo y, como hizo ver Hobbes, el miedo es el pegamento de la civilización.
AQ