Tres anzuelos (Ute Lemper, Orquesta Filarmónica de la UNAM, Sala Nezahualcóyotl) hacen el milagro de sacarme de mi casa en domingo y me obligan a cruzar la ciudad para un encuentro no sólo con la diva alemana sino también con la nostalgia.
Desde la zona del coro, Luis Fernando y yo vemos de frente al excelente director Iván López Reynoso y de espaldas a la cantante que está por cumplir 60 años sin haber perdido ni pizca de su capacidad vocal e histriónica. Por supuesto que hubiéramos preferido verla de frente, pero el papá necio eligió un par de lugares que garantizaban sana distancia no contra el covid sino versus la impertinencia ajena que casi nunca falta a los grandes espectáculos.
En cinco minutos, Lemper y la OFUNAM logran que me olvide de los empujones en el Metro y Metrobús. Es suficiente oír “Milord” (Marguerite Monnot – Georges Moustaki) para sumergirme de lleno en la propuesta estética y extática de la europea universal que radica en la Gran Manzana.
De pronto ya no estoy en la Sala Neza porque la memoria involuntaria me remite al Auditorio Justo Sierra (Che Guevara) de la Facultad de Filosofía y Letras. También estoy viendo a la Filarmónica de la UNAM, pero la dirige un Eduardo Mata de escasos 30 años que proyecta pasión a raudales. ¡Ahhh chingá!
¿Por qué tal debraye? Supongo que se debe a una placa que vi al entrar en el hermoso recinto de música del Centro Cultural Universitario: “In Memoriam Eduardo Mata 1942-1995”. Por cierto, el pasado 5 de septiembre él hubiera cumplido 80 años, pero su gusto por pilotear aeronaves se lo llevó muy pronto de este mundo.
Siendo director de la OFUNAM, a principios de los años setenta, Mata impulsó la idea de construir una sala de conciertos que fuera sede de la orquesta. Contó con el apoyo de varios funcionarios de la Universidad y del gobierno federal para que su sueño se hiciera real pero, paradójicamente, no le tocó estrenarla porque se conjuntaron dos factores: se hartó del sindicalismo universitario y recibió tentadoras y sucesivas ofertas de trabajo dentro y fuera del país (Pittsburgh, Dallas, Londres). Luego sí dirigió en la Neza a varias agrupaciones de relumbrón.
El estilo arquitectónico envolvente de la Sala Nezahualcóyotl y su concha acústica están inspirados en la casa que imaginó Herbert von Karajan para la Filarmónica de Berlín. Tal vez no sea el mejor sitio para reproducir el ambiente de cabaret de la República de Weimar que propone Ute Lemper en su show, pero sí al tomar en cuenta que la acompañan 80 instrumentistas que no cabrían en un antro de mala muerte o algo parecido.
Personas que llegan tarde son recibidas con sarcasmo por la cantante: “Buenos días, ¿mucho tráfico?”. Les perdona la vida y permite que viajen a través de las canciones de Kurt Weill, George Gershwin y John Kander. La música alemana de entreguerras y los musicales de Broadway alusivos al mismo tema se entrelazan gracias al talento de una intérprete que sabe caminar por la cuerda floja sin vacilar.
También las canciones de Jacques Brel se escuchan maravillosas (“Je ne sais pas”, “Ámsterdam”, “Ne me quitte pas”) y un poco menos las de Astor Piazzolla (“Yo soy María”, “Che, tango, che”).
Un tema de Charles Trenet parece un buen encore, pero la gran señora decide tirar la casa por la ventana y remata con una versión de “Blowin’ in the wind” (Bob Dylan) que a muchos no se nos olvidará por el resto de la eternidad. A nadie se le ocurre pedir más porque sería estúpido romper el encanto.
Mientras la gente abandona la sala, creo ver aquí de nuevo a Charles Mingus, Bill Evans, Jerry Mulligan, Javier Camarena, Ramón Vargas, Eugenia León, Jorge Federico Osorio, Alfredo Zitarrosa, María del Sol, Eddie Palmieri, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y un largo etcétera, incluyendo a un añorado amigo que en un festival de jazz pedía a gritos, alcoholizado, que mejor cantara su ídolo Enrique Guzmán.
A la salida de la Sala Nezahualcóyotl no se venden salchichas alemanas como uno pudiera esperar hoy, sino tacos de canasta, chicharrones, pepitas y una gran variedad de chuchulucos.
AQ