Mario Vargas Llosa, destripador de autores

Café Madrid

En Medio siglo con Borges, el Nobel de Literatura se ha conformado con reunir sus entrevistas, artículos, reseñas y conferencias del escritor argentino.

Mario Vargas Llosa, Nobel de Literatura. (Foto: Profile Entertainment Society Media)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Una clase impartida por Mario Vargas Llosa destaca por su capacidad para destripar la obra de los autores que lo han guiado en su carrera literaria. Al frente del grupo, el profesor laureado con el Nobel de Literatura es tan meticuloso que a veces da la sensación de haber regresado de un dilatado recorrido por el cerebro, el corazón, las vísceras y la imaginación de los grandes artistas de la pluma. Así lo demuestra, también, en libros como Conversación en Princeton o en esa estupenda guía de lectura que es La verdad de las mentiras. Y ocurre algo parecido con La llamada de la tribu, donde perfila, analiza, discute y relaciona con su propia vida a un puñado de pensadores que han moldeado su forma “liberal” de ver el mundo. Muchas veces, además, sus clases son una versión vívida de algunos de sus ensayos, como los que dedicó a Víctor Hugo y a Juan Carlos Onetti (La pasión de lo imposible y El viaje a la ficción, respectivamente).

Ahora, sin embargo, Vargas Llosa se ha conformado con reunir sus entrevistas, artículos, reseñas y conferencias sobre Jorge Luis Borges en un libro sucinto y carente de la prodigiosa fuerza destripadora de los antes mencionados. No se trata, desde luego, de “textos cualquiera”. Fueron, en su momento, la puntualización de la importancia del autor argentino en el universo literario e, incluso, un valioso análisis de su estilo. Pero, todo hay que decirlo, este Medio siglo con Borges (Alfaguara, 2020) carece de la monumental inmersión y la deconstrucción de la vida y obra del hombre que murió en Suiza en 1986.

Me lo he leído en un solo día porque, ahora que ha llegado el infernal calor a Madrid, no queda más que volver a confinarse. No de la manera tan estricta como se nos obligó a hacerlo durante marzo y abril, cuando el coronavirus estaba desatado, pero sí procurando evitar la furia solar de buena parte del día (y si creen que exagero, los reto a pasar los meses de julio y agosto en esta ciudad). El caso es que encendí el aire acondicionado a su máxima potencia y me dispuse a zambullirme en las páginas dedicadas al gran exponente de la fantasía-filosofía.

Ya he dicho que no es un ensayo como los que hizo sobre Hugo y Onetti, pero hay que reconocer que aquí Vargas Llosa realiza interesantes aportaciones. Confiesa, por ejemplo, que en su juventud leía a Borges “un poco a escondidas” porque le parecía lo opuesto a la definición de Sartre sobre un escritor: alguien comprometido con su tiempo e interesado en los problemas sociales. “Pero su prosa me deslumbraba. Era elegante, muy precisa, sin palabras de más, y muy culta. Con una frase crea un ambiente, con un adjetivo revela una personalidad. La verdad es que creó un mundo propio con un estilo sin precedentes en nuestra lengua”, dice. No obstante, hay una característica del argentino que, antes y ahora, le incomoda: su empatía con los militares: “¿Cómo alguien tan culto podía comprender y tolerar a dictadores militares e, incluso, aceptar la condecoración de uno, de Pinochet?”.

Jorge Luis Borges lleva muchas décadas siendo objeto de estudio de muchos críticos literarios, académicos y escritores. A mí me encanta el monumental libro que le dedicó José Emilio Pacheco porque, a diferencia de muchos otros, no se limita a hablar de El Aleph o de Ficciones, sino de los vasos comunicantes con sus “precursores”, como el autor medieval de El conde Lucanor, don Juan Manuel, o con sus contemporáneos Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Mientras Pacheco nos ayuda con su ensayo a comprender la literatura borgiana, que no es tan fácil de leer (y creo que no soy el único que opina esto), Vargas Llosa delinea su personalidad: “Borges era muy tímido. Lo había leído todo pero no había vivido casi nada. Vivía con su madre, que le resolvía todo. Cuando empezó a hacerse famoso, supo elaborar un personaje para socializar y más tarde se escudaba en su falta de visión, pero quién sabe si fue totalmente ciego”.

De esta lectura veraniega, sin embargo, me quedo sobre todo con la honestidad intelectual del novio de Isabel Preysler: “la belleza e inteligencia del mundo que creó me ayudaron a descubrir las limitaciones del mío y la perfección de su prosa me hizo tomar conciencia de las imperfecciones de la mía (él desdeñaba la novela y yo no; él prefería la literatura fantástica, yo no). Será por eso que he sabido que algo así me estará siempre negado, por más que tanto lo admire y goce con él”.

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