Velocidad del Surrealismo

Poesía en segundos

A pesar de los cien años transcurridos y los lugares comunes, la lectura del ‘Primer manifiesto surrealista’ sigue resultando una experiencia insólita, renovadora y crítica.

'La Révolution surréaliste', revista que dio continuidad al 'Primer manifiesto surrealista' de André Breton. (Especial)
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

La lectura del Primer manifiesto surrealista (1924) de André Breton es, a pesar de los cien años transcurridos y todos los lugares comunes regurgitados sin fin, una experiencia insólita, renovadora y crítica. Su lectura nos lleva inmediatamente a una zona de alto nivel creativo y exigencia intelectual, de emergencia teórica y ascendencia literaria. El texto rechaza el utilitarismo y salta a la “amada imaginación”; repudia el realismo —destilado y relamido por Anatole France— y reconoce la nave de los locos que simboliza el viaje de Colón; además, cuestiona el carácter informativo y complaciente de la novela, mostrando la dimensión vital del sueño descubierta por Freud. Su matriz estética es el Dadaísmo.

En el centro de este texto giratorio, encontramos el problema fundamental de la imagen. Bajo la idea de Pierre Reverdy de que “cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de las dos realidades objeto de aproximación, más fuerte será la imagen”, Breton nos ofrece el momento germinal de la representación surreal. Él —nos cuenta—, en la modorra previa al sueño, cuando los mecanismos lógicos estaban suspendidos, escuchó una frase, “ajena al sonido de la voz”, de la que sólo quedó el murmullo: “hay un hombre a quien la ventana ha partido a la mitad”. De aquí surgió la revelación de que el pensamiento no es más rápido que la palabra y, por tanto, de que hay una escritura en que el acercamiento esencial de realidades diferentes ocurre en la lentitud/exactitud de la dicción —la forma tradicional— y otra que sucede a través de la velocidad/arbitrariedad —la caligrafía desconocida.

Octavio Paz, muchos años después, en su ensayo “El surrealismo” (1957), nos hará ver que en esta poética de la imagen hay un intento por resolver el dilema del Acaso y el Destino, que Hegel había llamado el azar objetivo. Para Paz, como lo fue finalmente para Breton, la mejor solución estaba, no en la alianza entre la revolución surrealista y la revolución bolchevique, sino en el encuentro amoroso, que siempre es fortuito y, a la vez, necesario, como sucede con la imagen. También plantea que este encuentro implica la abolición del yo, que viene —según él— de los románticos (¿Novalis y Hölderlin o Wordsworth y Coleridge, que habían fundado sus ideas en Fichte y Schelling, de verdad rechazaban al yo, al sujeto?). Paz, sin ser surrealista —él mismo se lo dijo al crítico Roberto Vernengo en 1953—, fue no sólo un gran difusor, sino uno de los principales usufructuarios de esta visión, como lo había sido de modo sintético Villaurrutia. El Primer manifiesto surrealista tal vez representa la lectura de una de las mejores obras de esta estética rebelde: la sincronización de poesía y prosa. En su reflexión y en su programa están actuando la más elevada lucidez del pensamiento en diálogo con Fourier, Hegel y Marx, pero también el más alto grado de aproximación a las correspondencias de lo arbitrario, de la velocidad, en comunicación con Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Apollinaire y Tzara. El Surrealismo es la ventana que partió en dos a un hombre.

AQ

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