Verbena en Las Vistillas

Café Madrid

El origen de la verbena y un recuento de una de las más tradicionales fiestas de Madrid, que se transformó de lo religioso a lo profano y folclórico.

La verbena recibe su nombre gracias a una colorida flor. (Ayuntamiento de Madrid)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

A última hora de la tarde, cuando el infernal sol de agosto empieza a ceder, los chotis y los cuplés se escuchan a todo volumen, el olor a fritanga se apodera del olfato y decenas de personas ociosas y sudorosas invaden el parque de Las Vistillas, dispuestas a pasar un buen rato a la salud de la Virgen de la Paloma. Es el colofón de las fiestas más castizas de Madrid, esparcidas entre mayo y agosto (todas, cómo no, en honor a figuras católicas: San Isidro, San Cayetano, San Lorenzo y la Asunción), cuando la gran ciudad se torna pequeño pueblo y sus habitantes y visitantes juegan, por unos días, con las tradiciones más populares y pintorescas de la Villa y la Corte.

No es que la Virgen de la Paloma sea la patrona de Madrid (la titular es la Virgen de la Almudena), pero al pertenecer a uno de los barrios más representativos de la ciudad (La Latina) y al ser celebrada durante el descanso veraniego, es el evento que tiene mayor resonancia en la región. En realidad, decir “la Virgen de la Paloma” es aludir a una representación de la Virgen de la Soledad, encontrada en la madrileña calle de La Paloma a finales del siglo XVIII, pero los vecinos siempre se han referido a ella por el lugar donde fue hallada y por eso se le conoce.

Hoy la misa solemne y la procesión de la Virgen de la Paloma, que dieron origen al homenaje, siguen llevándose a cabo pero no son tan concurridas como antes. Es decir: la fiesta religiosa ha derivado en algo más bien profano y folclórico. De hecho, sirvió de base para una zarzuela (u opereta) de amores y enredos de una pareja compuesta por un impresor y una modista, que acaba protagonizando un concurso de baile castizo. Por eso ahora es común ver a varios abuelos, acompañados por sus nietos pequeños, vestidos de chulapos y chulapas, con sus infaltables mantones de Manila, que se contonean a ritmo de melodías empalagosas.

Si a todo esto se le conoce como “verbena” es por esa colorida flor que, antes del cambio climático, abundaba en la ciudad y servía como adorno para ir a los bailes: las mujeres la llevaban en el pecho y los hombres en la solapa. “Vámonos de verbena”, decían, y no tardaban en pasear por las calles de este rincón del viejo Madrid. Ahora ya sólo los mayores van bien arreglados y lo que abunda son las camisetas de manga corta, las chanclas y las bermudas. Lo que no ha cambiado son los platillos que ofrecen los puestos: pollo y conejo al ajillo, huevos fritos con patatas y jamón y chorizo, callos y gallinejas (casquería), acompañados de cerveza, vino, vermú (sangría) y limoná y luego, para rematar, barquillos y churros con chocolate.

Así que cae la noche, uno se limpia las manos embarradas de grasa, se palpa el estómago abultado, avanza por los callejones de La Latina y, después de saludar a la estatua de La Violetera (“¡Ole, Saritísima!”), que atestigua el masificado desmadre montado a su alrededor, se dirige al escenario de Las Vistillas, ese “balcón natural” de Madrid que en la cima tiene una plaza y en las laderas varios jardines, desde donde se puede contemplar buena parte de la ciudad, para disponerse a disfrutar las actuaciones musicales gratuitas.

Entonces, bajo los reflectores, aparece Olga María Ramos —71 años, vestido negro entallado, maquillaje obsesivo, boas de plumas y mantones floreados intercambiables, voz aterciopelada—, saluda al público “por trigésimo año consecutivo en estas fiestas”, se coloca una flor de plástico en la oreja (que compró en una tienda de chinos cuando venía para acá, según confesó ella misma) y, con música en riguroso playback y voz en directo, entona: “¿Dónde vas con mantón de Manila?/ ¿Dónde vas con vestido chiné?” El público se pone querendón, ella se abanica, se recoge el pelo, se pone una boina y arremete: “Pichi, es el chulo que castiga/ del Porillo a la Arganzuela/ y es que no hay una chicuela/ que no quiera ser amiga/ de un seguro servidor”. Tras los aplausos, dos parejas de bailarines que peinan canas llegan para acompañar a la cantante y los ánimos se desbordan al compás que marcó Agustín Lara: “Cuando llegues a Madrid, chulona mía/ voy a hacerte emperatriz de Lavapiés/ y alfombrarte de claveles la Gran Vía/ y bañarte con vinillo de Jerez”. Todos disfrutamos el recital y, al final, uno vuelve a casa medio ronco, secándose el sudor y abochornado, quién sabe si por el calor o por el rapaz folclor exhibido.

​ÁSS

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