Victor Hugo como profeta

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El autor francés vivió convencido de que su influencia era irresistible, un signo de los tiempos, resumen de la historia y anuncio del porvenir.

Victor Hugo en 1876. (Foto: Étienne Carjat | Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

En 1859, Victor Hugo escribe una carta “A los Estados Unidos de América”, una defensa de John Brown, precursor del bando anti-esclavista de la Guerra de Secesión y condenado a muerte por traición. La carta se publicó el 2 de diciembre, el mismo día de la ejecución, pero el poeta quedó persuadido de que, si su carta se hubiera publicado antes, Brown habría sido perdonado. Hugo glosaba a Whitman, sin mencionarlo (“En cuanto a mí, que soy sólo un átomo, pero que, como todos los hombres, tengo en mí toda la conciencia humana...”) y termina con una de esas cosas que lo hacen un genio insoportable: “Sí, que América lo sepa y piense en ello: si hay algo más aterrador que Caín matando a Abel, es Washington matando a Espartaco”.

En Hugo no hay una idea de grandeza sino de inmensidad. Vivió convencido de que su influencia era irresistible, un signo de los tiempos, resumen de la historia y anuncio del porvenir. En 1847, había empujado la idea de unos “Estados Unidos de Europa”: “Un día llegará en que no habrá más campos de batalla, en que los mercados se abran al comercio y las mentes a las ideas...” Aunque Mazzini había propuesto una federación de repúblicas europeas en 1843, Hugo habría creído que su discurso hizo posible la Unión Europea.

Tomaba cosas de Whitman, de Shakespeare o de Homero, sin importarle la precisión ni la cortesía. Vivió casi 18 años en Inglaterra y logró no aprender inglés, y tampoco importa: terminó escribiendo un libro estupendo sobre Shakespeare en el que demuestra, casi, que Shakespeare vino para anunciarlo a él.

Influye en la obra de Delacroix, y éste mismo lo reconoce en sus Diarios, pero Hugo quedó convencido de que La libertad guiando al pueblo era una genial representación de sus ideas y se deja, digamos, re-influir por ese mismo cuadro. Concibe Los Miserables (Gavroche es ése muchacho junto al brazo izquierdo de la Libertad), pero los suyos no eran plagios. Simplemente asumía que todo el arte, la literatura y la poesía le pertenecían o lo representaban. Graham Robb dice que Hugo veía la historia de Francia como una parábola de su propia vida. Como si él fuera el artífice del mundo, o como si el mundo lo eligiera para darse sentido.

Lo dijo perfectamente Jean Cocteau: “Victor Hugo era un loco que creía ser Victor Hugo”.

Más allá de sus profecías políticas e históricas, también dejó vaticinios y amenazas respecto de la lengua, las palabras y el público. Cuando en 1830 se puso en escena su Hernani, el público cultísimo de París enfureció: alejandrinos con acentos fuera de lugar, palabras malsonantes, vulgaridad extrema. Y Hugo respondió con un poema formidable: “Rèponse a un acte d’accusation”, que gloso parcialmente:

“La lengua era el Estado antes del 89; las palabras eran bien o mal nacidas, vivían en sus castas: unas nobles, que montan en caballo o carroza y otras plebeyas y mendigas, en andrajos, sin peluca: vocablos de la prosa y la farsa. Pero llegué yo y exclamé: ¿por qué unas arriba y otras abajo? Y sobre los batallones de alejandrinos cuadrados hice soplar un viento revolucionario. Yo le puse un gorro frigio al viejo diccionario. Hice una tempestad en el fondo del tintero y la silepsis, la hipálage, la lítote se estremecieron; me encaramé sobre Aristóteles y declaré las palabras iguales, libres... salté fuera del círculo y quebré el compás. Nombré al cerdo por su nombre; le quité al perro estupefacto su collar de epítetos y bailábamos Ça ira; Las nueve musas, los pechos desnudos, cantaban la Carmañola.”

No es el mejor de los poemas de Las contemplaciones, pero es un engolamiento genial, una bravata narcisista, una retahíla que insulta al léxico correcto, a los expertos de poética y retórica y, sobre todo, a un público que no disfruta la literatura sino comprobar cuánto sabe y darse el gusto de censurar al autor por todo lo que juzga yerros.

Las formas democráticas, y mucho más con los nuevos medios de comunicación, han esparcido, como gotas de tinta en un vaso de agua, una serie de cambios léxicos cuya huella apenas sospechamos. La presencia de vocablos vulgares, apuesto, será salutífera; pero veo con horror la velocidad con que se ha generado un nuevo público lleno de sí, que asume su autoridad para censurar y perseguir formas de habla, ideas e ideologías. Creen que, habiendo advenido ellos, todo debe ser dicho con su eufemismo respectivo y nadie tiene derecho al antiguo léxico y a la sintaxis. Pero de ellos nos habrá de salvar de nuevo el espíritu de Victor Hugo.

​AQ

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