El 21 de noviembre es cumpleaños de Voltaire, y algún editor inteligente debería regalarse y poner en circulación el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, traducido por Aurelio Garzón del Camino (C.G.E., México, 1960).
En términos de historiadores, el siglo XVIII francés es el siglo de Voltaire. Aunque murió persuadido de su inmortalidad como poeta y dramaturgo, nadie había hecho algo semejante a El siglo de Luis XIV: “describir para la posteridad no sólo las acciones de un hombre sino el espíritu de los hombres en el siglo más ilustrado que jamás existió”. Desterró a la apologética y a la teología del taller del historiador e introdujo algunas disciplinas, hasta entonces poco usuales, como las religiones comparadas, los primeros hallazgos arqueológicos y paleontológicos, la filología y las lenguas comparadas, las opiniones populares acerca de gobiernos y gobernantes. El Ensayo sobre las costumbres… ya no tiene como centro las gestas heroicas sino las culturas de los pueblos, sus relaciones, sus creencias.
En varias ocasiones se ha publicado la parte introductoria del Ensayo sobre las costumbres como obra independiente, con el título de Filosofía de la historia. No es un error, porque el mismo Voltaire se refirió a aquellos capítulos con ese mismo título, pero puede hoy resultar un tanto engañoso porque, por “filosofía de la historia” hoy imaginamos cosas alemanas y enormes, con sistemas y aparatos de axiomas lógicos, ordenados de un modo tal que puedan dar razón a todo lo real; todo eso que va de Herder y Kant a Hegel y a Marx: el sistema y el exceso de interpretación. Pero interpretar “filosofía de la historia” en el sentido alemán nos pone muy lejos de lo que hizo Voltaire. Para él, la filosofía no era un sistema lógico sino una actitud ante el saber y la verdad, sobre todo, en un sentido moral.
La Filosofía de la historia fue escrita para explicarle a Mme. Chatêlet los principios de su Ensayo sobre las costumbres y comienza desde lo que hoy llaman “prehistoria” y llega hasta los albores de lo que él consideraba la civilización: los pueblos con leyes por encima de los reyes. Comienza hablando de los cambios en el globo terráqueo y termina con una discusión sobre los legisladores. A lo largo de esta obra analiza, hasta donde su época lo permitía, los fósiles, luego las razas y llega a las formas de escritura y transmisión de ideas. Bien pronto desemboca en uno de sus temas favoritos, el evemerismo, explicando que gran parte de los mitos y las creencias religiosas se genera con el paso, cada vez más fantasioso, de las narraciones de los hechos humanos.
Añade, como herramientas, las religiones comparadas y la filología: después de pasar por los pueblos de Medio Oriente, sus creencias, costumbres, monumentos y los documentos que dejaron, comienza a analizar el nombre de Abraham y a relacionarlo con las creencias de los pueblos vecinos y anteriores. Hoy puede parecer un trabajo un poco ingenuo, pero fue una aportación de increíble perspicacia y agudeza intelectual.
Voltaire desarrolló una perspectiva humana para la historia, lejos de las mitologías e independiente de la fe religiosa. Hizo entrar en la escena al pueblo común y no solamente a los poderosos. Y esto entronca con su aportación moral fundamental y su creencia básica en la libertad y la justicia: “Ni Orfeo, ni Hermes, ni Minos, ni Licurgo, ni Numa necesitaban que Júpiter llegase entre truenos para anunciar verdades grabadas en todos los corazones”. Creía en una Ley Natural que regía los cielos y las conciencias por igual, más allá de tiempos y circunstancias. No se ocupó demasiado en pensar sobre el incremento tecnológico; su idea de progreso venía de una perspectiva moral y jurídica. Y si bien la palabra “tolerancia” había sido empleada por los ingleses Shaftesbury, Bolingbroke y por Tolland, fue él quien introdujo la necesidad de la tolerancia en la vida cotidiana de los pueblos. Y defendió este principio incluso con riesgo de su vida.
De modo que son tres argumentos suficientes para convencer a algún editor de poner de nuevo a circular la estupenda traducción de Aurelio Garzón del Camino: es una obra maravillosamente bien escrita; es el origen de buena parte de la historiografía moderna y, sobre todo, es una apuesta de cierto tipo de progreso, hoy en riesgo: la libertad, la conversación, la tolerancia, el empecinamiento de seguir creyendo en la civilización.
AQ | ÁSS