Muñeco celoso era el alias de mi padre. Tenía una Cheyene azul y lo último en tecnología para su auto: un radio con amplificador que lograba alcanzar bandas de frecuencia internacionales. “Aquí muñeco celoso, agarrando la ruta de vuelta a casa, ¿alguien me escucha?”, solía lanzar al vacío, mientras manejaba en medio de una carretera desolada, esperando que alguien tomara el hilo de la conversación. Si tenía suerte, podía conocer a un El Apasionado, un Águila de plata o hasta un Tormenta tropical con quien hacer más ligero el camino. A veces, la voz quedaba suspendida en el espectro electromagnético.
El problema del futuro es que, como los hijos, nunca crece en la dirección que queremos. Ya desde los sesenta Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke habían profetizado que a inicios del nuevo siglo (en 2001) habría viajes espaciales. Tenemos, en cambio, un modesto avance hacia la adopción de los coches híbridos. Casi con la misma ingenuidad que durante la época victoriana se dibujaron máquinas voladoras propulsadas por un motor de vapor, durante los ochenta se predijeron naves intergalácticas y androides movidos por combustible fósil y electricidad. Es difícil imaginar el futuro cuando los augurios tecnológicos se realizan en todas direcciones y de manera desproporcionada a nuestra capacidad inventiva.
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La poesía no quedó indiferente ante los avances de la ciencia. En 1956, Harry Martison escribió Aniara, una epopeya cósmica donde cuenta la historia de los últimos sobrevivientes de la Tierra a bordo de una nave espacial de lujo. En un poema de 1961, Jorge Teillier aseguraba que cuando todos se fueran a otros planetas, él se encerraría a escuchar discos viejos, sin cuidarse de mirar “los caminos infinitos/trazados por los cohetes en el espacio”.
De cualquier manera, mi papá nunca se imaginó que aquellos pensamientos que lanzaba desde la radio a la deriva, hoy bien podrían pasar por un tuit. Él pensaba, me confiesa, que nunca llegaría a experimentar una videollamada. Ahora, con la acelerada digitalización del mundo a causa de la pandemia, él mismo da clases a kilómetros de distancia de sus estudiantes por medio de una pantalla. Piénsalo, me dice, en el futuro desaparecerán las escuelas, es más barato tener un profesor detrás de una pantalla para cien alumnos que uno solo para treinta, en un único salón de clases. Quizá tenga razón.
En mi casa del futuro no habrá androides, pero sí un suelo con calefacción para pisar descalzo. Un sistema operativo ubicuo que controle las persianas, la cafetera, el refrigerador, una pantalla ultradelgada que sepa cambiar de canal cuando aparezcan las noticias del próximo millonario entusiasta de las estrellas.
Siri será un mejor conversador que ahora. Sabrá reconocer de manera más detallada las inflexiones de mi voz, el enojo, la alegría, la tristeza, pero todavía le costará trabajo distinguir el humor y la ternura. Porque, por más que la tecnología avance, hay cosas que nunca cambian. Sirva de ejemplo la cuchara, que ha sido cuchara desde la primera esculpida en madera. A pesar de que haya cambiado de materiales, todavía conserva la forma del cuenco de las manos del primer hombre que prefirió beber del río con la cabeza erguida. Seguiremos desmembrando medusas, planarias y tardígrados en busca de la inmortalidad. Nos debatiremos sobre quiénes son mejores, más fuertes, más humanos, si nosotros o ellos, los modificados por el sistema CRISPR-Cas9. Continuaremos perfeccionando los algoritmos de voz con tal de darles una más cálida, más amable, una inteligencia con más filo; una autoconsciencia. Los haremos mejores interlocutores con tal de ya no estar dando gritos a la nada y de sentirnos acompañados en el camino. En palabras de Teillier, “para ocultar quizás lo único verdadero: que respiramos y dejamos de respirar”.
Orlando Mondragón.(Ciudad Altamirano, 1993)
AQ