Margaret Atwood
¿Qué se puede hacer conmigo, o qué debería hacerse conmigo? Era una misma pregunta. Las posibilidades eran limitadas. La familia las sopesaba, lúgubre, interminablemente por las noches, sentados alrededor de la mesa en la cocina, con las persianas bajadas, comiendo salchichas secas, arrugadas, y sopa de papas. Si estuviera en una de mis fases lúcidas me sentaría con ellos, intervendría en la conversación lo mejor que pudiera mientras pescaba en mi plato los trozos de papa. Si no, me iría al rincón más oscuro, maullando y escuchando las voces gorjeantes que nadie más podía escuchar.
“Era una bebé adorable”, solía decir mi madre. “No tenía ningún problema”. La entristecía haber dado a luz a un elemento como yo: era como un reproche, un juicio. ¿Qué había hecho mal?
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“Tal vez es una maldición”, dijo mi abuela. Estaba tan seca y arrugada como las salchichas, pero era algo natural en ella debido a su edad.
“Estuvo bien durante años”, dijo mi padre. “Fue después de ese caso de sarampión, cuando tenía siete años. Después de eso”.
“¿Quién pudo habernos maldecido?”, dijo mi madre.
Mi abuela frunció el ceño. Tenía una larga lista de candidatos. Aun así, no había uno solo al que pudiera señalar. Nuestra familia siempre había sido respetada, incluso querida, más o menos. Aún lo era. Aún lo sería, si pudieran hacer algo conmigo. Antes de salir a la luz, por decirlo así.
“El doctor dice que es una enfermedad”, dijo mi padre. Le gustaba mostrar que era un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien insistió en que yo aprendiera a leer, y persistió en animarme, a pesar de todo. Sin embargo, yo no cabía ya en el cuenco de su brazo. Él me sentaba en el otro extremo de la mesa. Esa distancia forzada me lastimaba, podía ver por qué lo hacía.
“¿Entonces por qué no nos dio ninguna medicina?”, dijo mi madre. Mi abuela resopló. Tenía sus propias conjeturas, que implicaban cestas y lavaderos. En una ocasión metió mi cabeza en el agua donde estaba remojándose la ropa sucia, rezando mientras lo hacía. Estaba convencida de que era para expulsar al demonio que se había metido por mi boca y se había alojado cerca de mi esternón. Mi madre decía que tenía las mejores intenciones, que lo hacía de corazón.
Denle pan, había dicho el doctor. Va a querer mucho pan. Eso, y papas. Va a querer tomar sangre. La sangre de pollo bastará, o de vaca. Que no tome mucha. Nos dijo el nombre de la enfermedad, que tenía algunas P y R y que no significaba nada para nosotros. Solo había visto antes un caso como el mío, dijo, mirando mis ojos amarillos, mis dientes rosas, mis uñas rojas, el largo cabello negro de mi pecho y mis brazos. Quería llevarme a la ciudad, para que otros doctores pudieran verme, pero mi familia se opuso. “Es una lusus naturae”, dijo.
“¿Qué significa eso?”, preguntó mi abuela. “Aberración de la naturaleza”, dijo el doctor. Venía de muy lejos: nosotros lo habíamos convocado. El doctor al que solíamos ver habría hablado de más. “Es latín. Como un monstruo”. Creo que no podía escuchar, porque estaba maullando. “No es culpa de nadie”.
“Es un ser humano,” dijo mi padre. Le pagó mucho dinero al doctor para que se fuera lejos, al lugar de donde había venido, y para que no volviera nunca.
“¿Por qué Dios nos hizo esto?”, dijo mi madre.
“Maldición o enfermedad, no importa”, dijo mi hermana mayor. “De cualquier modo, nadie se casará conmigo si se enteran”. Incliné la cabeza: era cierto. Ella era una chica hermosa, y no éramos pobres, éramos casi clase acomodada. Sin mí, su horizonte habría estado despejado.
De día permanecía encerrada en mi cuarto sombrío: aquello rayaba en lo absurdo. Me parecía bien, porque no toleraba la luz diurna. En las noches, insomne, merodeaba por la casa, escuchando los ronquidos de los otros, los jadeos durante sus pesadillas. El gato me acompañaba. Era la única criatura viviente que quería estar cerca de mí. Olía a sangre, sangre seca: tal vez por eso me seguía, por eso se me trepaba y comenzaba a lamerme.
A los vecinos les dijeron que tenía una enfermedad degenerativa, una fiebre, un delirio. Los vecinos mandaron huevos y repollos; de vez en cuando venían a visitarme, a sonsacar noticias, pero no estaban ansiosos por verme: fuera lo que fuera podría ser contagioso.
Se decidió que debía morir. De ese modo el camino de mi hermana estaría libre, yo no me cerniría sobre ella como un sino. “Mejor una feliz que dos miserables”, pensaba mi abuela, que había colgado guirnaldas de ajo alrededor de mi puerta. Estuve de acuerdo con este plan, quería ser útil.
El cura fue sobornado; además de eso, apelamos a su sentido de compasión. A todo el mundo le gusta creer que hace el bien mientras se embolsa un fajo de billetes, y nuestro cura no era la excepción. Me dijo que Dios me había seleccionado como una niña especial, una especie de novia, se podría decir. Me dijo que yo estaba llamada a hacer sacrificios. Que mis sufrimientos purificarían mi alma. Dijo que era afortunada, porque permanecería inocente durante toda mi vida, ningún hombre me contaminaría, y por eso iría directo al Cielo.
Dijo a los vecinos que había muerto de una manera santa. Me pusieron en un ataúd hondo, en un cuarto muy oscuro, vestida de blanco y con muchos velos blancos sobre mí, algo adecuado para una virgen y útil para ocultar mis bigotes. Ahí permanecí durante dos días, aunque por supuesto podía salir en la noche. Cada que alguien entraba yo contenía la respiración. Entraban con sigilo, hablaban en susurros, no se acercaban, tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le dijeron que yo parecía un ángel.
Mi madre se sentó en la cocina a llorar como si hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana se las arregló para verse apesadumbrada. Mi padre se puso su traje negro. Mi abuela horneó. Cada uno atareado. Al tercer día llenaron el ataúd con paja humedecida, lo transportaron al cementerio y lo enterraron en medio de oraciones y frente a una tumba modesta; tres meses después se casó mi hermana. La llevaron a la iglesia en un carruaje, primera vez en nuestra familia. Mi ataúd fue un peldaño en la escalera de su ascenso.
***
Ahora que estaba muerta, era más libre. Nadie salvo mi madre podía entrar a mi cuarto, mi antiguo cuarto como lo llamaban. Les dijeron a los vecinos que lo conservaban como altar en mi memoria. Colgaron un retrato mío en la puerta, un retrato que me tomaron cuando aún parecía humana. Ahora ya no sabía a qué semejaba. Evitaba los espejos.
En la penumbra leí a Pushkin, Lord Byron y la poesía de John Keats. Aprendía sobre el amor frustrado, y la obstinación, y la dulzura de la muerte. Encontré estos pensamientos reconfortantes. Mi madre solía traerme papas y pan, y mi copa de sangre, y se llevaba la bacinica. Antes solía cepillarme el cabello, antes de que me creciera abundante; se había acostumbrado a abrazarme y verter lágrimas; pero ya no lo hacía. Entraba y salía lo más rápido que podía. Trataba de disimularlo, yo la importunaba, por supuesto. Solo tras mucho tiempo uno puede compadecerse por una persona antes de resentir que su aflicción es un acto de malicia cometida por esa persona en contra de uno.
Por la noche la casa era mía, luego lo fue el patio, y después el bosque. Ya no tenía que preocuparme por entrometerme en el camino de las personas y sus futuros. En cuanto a mí, no tenía futuro. Solo tenía presente, un presente que cambiaba —así me lo parecía— con la luna. Si no fuera por los ataques, y las horas de dolor, y las voces gorjeantes que no podía entender, podría haber dicho que era feliz.
Mi abuela murió, después mi padre murió también. El gato se hizo viejo. Mi madre se hundió aún más en la desesperación. “Mi pobre niña”, solía decir, aunque ya no era exactamente una niña. “¿Quién cuidará de ti cuando ya no esté?”
Solo había una respuesta para eso: tenía que cuidarme yo misma. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho más cuando pasaba desapercibida que cuando no, pero sobre todo cuando era parcialmente percibida. Asusté a dos niños en el bosque, a propósito: les mostré mis dientes rosados, mi rostro peludo, mis rojas uñas, les maullé, y se fueron corriendo aterrados. Pronto la gente evitó pasar por nuestros rumbos. Me asomaba por una ventana en la noche y volvía histérica a una joven. “¡Una cosa! ¡Vi una cosa!”, sollozaba. Yo era una cosa. Ponderé esto. ¿En qué aspecto una cosa no es una persona?
Un fuereño hizo una oferta para comprar nuestra granja. Mi madre quería vender y mudarse con mi hermana y su burgués esposo con esa saludable, creciente familia, cuyos retratos acababan de ser pintados; ya no podía con la casa; ¿pero sería capaz de dejarme?
“Hazlo”, le dije. Por entonces mi voz era una especie de gruñido. “Voy a vaciar mi cuarto. Hay un sitio donde puedo quedarme”. Se mostró agradecida, pobre alma. Estaba apegada a mí, como a un padrastro, a una verruga: yo era de ella. Pero ella estaba contenta de deshacerse de mí. Había batallado bastante conmigo.
Durante la mudanza y la venta de nuestros muebles pasé varios días dentro de un pajar de heno. Era suficiente, pero no lo sería en invierno. Una vez que los nuevos propietarios se mudaran, no sería complicado deshacerse de ellos. Conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme a mis anchas en la oscuridad. Me convertí en una aparición, luego en otra; era una mano de uñas rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; era el sonido de una bisagra oxidada. Se fueron corriendo, y declararon nuestro hogar como embrujado. Entonces lo tuve para mí sola.
Vivía de papas robadas que sacaba a la luz de la luna, de huevos escamoteados de gallineros. De vez en cuando hurtaba una gallina —primero me tomaba su sangre—. Había perros guardianes, pero, aunque me ladraban, nunca me atacaron: no sabían lo que yo era. Dentro de nuestra casa, traté de verme en un espejo. Dicen que la gente muerta no puede ver sus propios reflejos, y era cierto; no podía verme. Vi algo, pero ese algo no era yo: no se parecía en nada a la niña gentil y bonita de antaño, en nada.
***
Sin embargo, las cosas están llegando a su fin. Me he vuelto demasiado aparente.
Así fue como sucedió.
Estaba recolectando moras en la penumbra, en el linde donde la pradera se junta con los árboles, y vi a dos personas que se aproximaban, en sentidos opuestos. Una era un hombre joven, la otra una chica. La vestimenta del joven era mejor que la de la muchacha. Él llevaba zapatos.
Ambos parecían cautelosos. Conocía esa actitud —siempre vigilante, deteniéndose y echando a andar de nuevo— pues me conducía de igual forma. Me acuclillé en los zarzos para observar. Se sujetaron, se entrelazaron y cayeron al suelo. Emitieron ruidos como maullidos, gruñidos, gemidos. Quizá estaban teniendo ataques, ambos a la vez. Quizá eran —¡oh, por fin!— seres como yo. Me acerqué a hurtadillas para ver mejor. No se parecían a mí —no eran peludos, por ejemplo, salvo en sus cabezas, y podía afirmar esto porque se habían desprendido de casi toda su ropa— pero, bueno, me había llevado tiempo transformarme en lo que ahora soy. Deben de estar en las etapas preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado para hacerse compañía, y compartir sus ataques.
Parecían obtener placer de sus lances, con todo y que a veces se mordían. Sabía cómo podía pasar eso. ¡Qué consolación sería para mí si pudiera también unírmeles! Los años me habían endurecido y empujado a la soledad; ahora encontraba que esa dureza se disolvía. Aun así, era demasiado tímida para acercarme.
Una noche el joven se durmió. La muchacha lo cubrió con su camisa y lo besó en la frente. Después se marchó sin hacer ruido.
Salí de los zarzos y me acerqué con cuidado. Ahí estaba, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como servido en una bandeja. Lamento decir que perdí el control. Puse mis manos de uñas rojas sobre él. Lo mordí en el cuello. ¿Fue hambre o lujuria? ¿Cuál era la diferencia? Se despertó, vio mis dientes rosados, mis ojos amarillos; vio mi vestido negro ondeando; me vio escapar. Vio hacia dónde.
Les dijo a los otros en el poblado, y comenzaron las especulaciones. Desenterraron mi ataúd y lo encontraron vacío; temieron lo peor. Ahora marchan hacia esta casa, en la oscuridad, con largas estacas, con antorchas. Mi hermana está entre ellos, y su esposo, y el joven al que besé. Traté de que fuera un beso.
¿Qué les puedo decir, cómo puedo explicarme? Cuando hay demonios de por medio, siempre habrá alguien a quien inculpar y, ya sea que uno confiese o sea acusado, el final es siempre el mismo. “Soy un ser humano”, podría decir. ¿Pero qué prueba tenía de ello? “¡Soy un lusus naturae! ¡Llévenme a la ciudad! ¡Debo ser estudiada!” Sin esperanza alguna. Me temo que son malas noticias para el gato. ¡Cualquier cosa que me hagan, se lo harán a él también!
Soy de un temperamento que tiende a perdonar, sé que tienen las mejores intenciones. Me he puesto mi vestido sepulcral blanco, mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Uno debe tener el sentido de la ocasión. Las voces gorjeantes son muy fuertes: es tiempo de alzar el vuelo. Caeré del techo ardiente como un cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que decir muchos sortilegios sobre mis cenizas, para asegurarse de que ahora esté muerta en verdad. Después de un tiempo me volveré una santa trastornada; los huesos de mis dedos serán vendidos como reliquias oscuras. Seré una leyenda para ellos.
Quizá en el cielo pareceré un ángel. O quizá los ángeles se parecerán a mí. ¡Qué sorpresa será para todos los demás! Es algo que ansío ver ya.
Traducción de José Abdón Flores.
Tomado de Stone mattress, Ed. Bloomsbury.