El 13 de agosto de 1968, exactamente un mes antes de la Marcha del Silencio, a la que asistieron medio millón de personas, la pintora surrealista Leonora Carrington firmó una obra suya en apoyo a las protestas estudiantiles que se llevaban a cabo en la Ciudad de México. La hizo expresamente para ser donada al movimiento, por el que sentía gran simpatía, como muchos intelectuales y artistas. Pablo Weisz, hijo de Leonora Carrington, contó a Elena Poniatowska en una entrevista (La Jornada, 10 de junio de 2010) que en el 68 cursaba el segundo año de la carrera de Medicina en la UNAM, y que tanto él como su hermano Gabriel habían tenido una pequeña, pero activa, participación en el movimiento: “Escondimos una impresora en el patio de la casa. Repartíamos volantes en la calle, en los mítines, en las esquinas, y cuando a Elena Garro se le ocurrió denunciar a intelectuales simpatizantes del movimiento, dio el nombre de mi madre, simplemente porque ella era amiga de Octavio Paz, su ex marido. Entonces Gaby y yo salimos a Estados Unidos con mi madre, y yo hice allá mi carrera de patólogo”.
El cuadro que Leonora Carrington hizo para el movimiento no podría relacionarse con esa estética suya tan característica: brumosa, de tonos grises y ocres difuminados magistralmente, de la que emergen formas estilizadas en colores vivos para crear un universo fantástico y mágico. El cuadro del 68, hecho sobre una tabla de madera comprimida, tiene un fondo anaranjado, estridente, sobre el que se ve el perfil de un jaguar bicéfalo (la otra cabeza es de ave) de color amarillo. En su pecho hay una cara contorneada de rayos solares. Sobre la espalda del jaguar, un humanoide con las piernas flexionadas se prepara para saltar hacia arriba, y sobre él hay una enorme crisálida llena de luz. El título de la pintura, Lepidóptera, alude a que precisamente son las mariposas las que salen de las crisálidas, pero deben hacerlo por sí mismas, porque es esa fuerza que imprimen para romper la crisálida la que hace que sus alas se desarrollen. Si con un cuchillo se cortara la crisálida antes de tiempo y se extrajera violentamente a la mariposa en ciernes, tal vez viviría, pero no por mucho tiempo, porque no podría volar. Resulta una metáfora genial de Leonora Carrington en torno a las protestas estudiantiles del 68: el gobierno no debería frenar el desarrollo de este movimiento juvenil porque de hacerlo no permitiría que alcance su madurez, que es precisamente el impulso renovador y positivo que México necesita para acabar con las inercias que lo frenan.
Sobre el cuadro están escritos dos textos. En el lado izquierdo se especifica en grandes letras que la figura en cuestión no es el retrato ni de un “político” ni de un “granadero” ni de un militar. Que no “maltrata ni asesina”, que es un dibujo “libre” y que lo que busca es seguir siendo libre.
Del lado derecho se leen los últimos versos de un poema del metafísico inglés de principios del siglo XVII, John Donne. Claramente forma parte de un poema de amor. Sin embargo, esa segunda estrofa hace alusión a una potencia sublime que está en nuestro interior, que hace latir nuestro corazón, que nos inunda de vida, pero que ha sido derrotada de manera tramposa e indigna.
Comparto una versión libre del poema en cuestión:
Cuando muera, y los doctores no sepan la causa
y la curiosidad de mis amigos
pida que me hagan la autopsia,
si hallan en mi corazón tu retrato
piensa que una imprevista humedad de amor
lo recorrerá todo y hará latir,
tal como lo hacía conmigo, así que
tu asesinato en realidad fue una masacre.
para que tu conquista sea digna,
primero mata al desmesurado gigante de tu Desdén,
para luego deshacerte del embaucador del Honor,
y cual godo o vándalo, levántate en armas,
borra los recuerdos y las historias,
y con tus propias artes y logros,
sin ninguna ventaja, mátame entonces.
La visión que plasma Carrington con respecto al movimiento del 68 es un tanto maternal. Más que afinidad política, puntualiza el hecho de que se trata de una lucha desleal: frente a los poderes represores del Estado hay unos muchachos intentando exigir su derecho a ser libres.
Hoy, cuando el tabú gubernamental con respecto al 2 de octubre ha sido superado y los niños de quinto grado de primaria pueden enterarse del episodio en su libro de texto gratuito y en las escuelas se izará la bandera a media asta cada año rindiendo luto a la masacre, es un buen momento para leer lo ocurrido desde una perspectiva distinta a la de la afrenta social. Más allá de dar vueltas a la anécdota de una matanza de estudiantes, habría que sopesar el legado de un movimiento tan poderoso en el contexto del camino que hemos recorrido para llegar a la actual democracia mexicana.
Los más de 200 libros que sobre el tema recomienda Joel Ortega Juárez en la bibliografía de su libro Adiós al 68 (Grijalbo, 2018) no son suficientes para tener un panorama completo y fiel de los matices y pormenores ocurridos esa tarde del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Esas lagunas de información muy probablemente no serán subsanadas tampoco por las 19 mil páginas de los 168 expedientes del Archivo General de la Nación que serán abiertos al público en octubre de este año. Con respecto a la liberación de ese material hasta ahora desconocido, Óscar Guerra Ford, el comisionado del Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (que permitió incluso el acceso a los datos personales incluidos en esos archivos), afirmó lo siguiente: “Desconocemos si dichos datos cumplen con el principio de calidad. Lo cierto es que documentan el trabajo de vigilancia y espionaje” del Estado.
A pesar de que nunca tendremos la certeza de lo que ocurrió tras bambalinas en las altas esferas para propiciar la masacre (ni de los hilos sueltos de esa historia), no hay que perder de vista las cifras que plantea Joel Ortega Juárez (sobreviviente y estudioso del movimiento): “De los 300 mil chavos que participamos, 297 mil hicieron su vida como cualquier otra persona de sus generaciones”. Otros, sobre todo algunos líderes, se han dedicado en cambio a lucrar con el 68. “Es un poco desolador —dice Ortega— presenciar cómo personajes que tuvieron tantas ilusiones, tantos sueños, tanto romanticismo e incluso tanta pureza se pasaron al otro bando. [...] Hay personajes que se convirtieron en diputados eternos. [...] Con la audacia del sinvergüenza, incluso algunos llegaron a publicar una docena de libros en los que lo único que escribían era su nombre. [...] Otros, que pudieron haber sido iconos, símbolos, desperdiciaron su talento, incluso su genio, en el desafío más improductivo y penoso. Intentaron encontrarle tres pies al gato. En lugar de corregir expresiones, exabruptos, los ahondaron y se metieron al pantano. Algunos adoptaron ciertas teorías de la conspiración”.
Hablemos ahora de los muertos. De las cerca de 7 mil personas que se encontraban en el mitin del Consejo Nacional de Huelga esa tarde del 2 de octubre de 1968, podemos contar —según cifras de Eduardo Antonio Valle y Joel Ortega Juárez basadas en las indagaciones de la fiscalía de Ignacio Carrillo Prieto— 58 víctimas civiles y 2 militares, y los tiros que recibieron —según el informe que el doctor Miguel Gibson Maitret, médico forense del DF, entregó quince días después del hecho— llevaban trayectoria horizontal. Es decir, no habían sido impactados desde las alturas, sino desde un arma que fue disparada en el mismo plano horizontal en el que se encontraban las víctimas, lo cual prueba que el ejército disparó sobre ellos, y es absurdo negar el hecho de que se trató de una masacre del Estado sobre civiles desarmados.
Eso es lo que tenemos. Por mucho que le demos vueltas, ahora, 50 años después, es lo que sabemos, es lo que se ha podido constatar. De nada sirven las mentiras, las exageraciones, las reclamaciones airadas que parten de prejuicios ideológicos. Gilberto Guevara Niebla dice en su libro 1968. Largo camino a la democracia (Cal y arena, 2008): “Hasta el 2 de octubre, el marco de referencia ético de los estudiantes fue la existencia de la legalidad. Lucharon porque estaban convencidos de que una solución negociada del pliego petitorio era factible y confiaban en las instituciones nacionales; ante todo, eran mexicanos formados dentro del nacionalismo y el patriotismo de la Revolución mexicana. ¿Podía ser de otra manera?”. Cuando afirma que “la razón y la justicia asistían a los estudiantes”, habla de belleza, de fuerza y de candor. Habla (si se me permite esta referencia histórica en el marco de las protestas mundiales que se llevaron a cabo ese año) de pararse frente a un tanque de guerra ruso para que no siguiera mancillando las calles, y el aire, de la ciudad de Praga. Quizá los estudiantes fueron ingenuos. Un sistema político de tal magnitud requiere otro tipo de fuerza para contrarrestarlo, sobre todo si se sostiene sobre tres pilares que son, según lo sintetizó Joel Ortega Juárez, el corporativismo, el partido único y el presidencialismo, todo envuelto en el “discurso nacionalista de la Revolución mexicana”.
Es comprensible el desconcierto de la sociedad y la ira y el desprecio de la clase gobernante ante una variable inesperada (la protesta estudiantil) que ponía en riesgo un plan político con miras a proyectar al mundo la imagen de un México en estabilidad y paz social en vísperas de los Juegos Olímpicos. Pero es tan grave tratar de ocultar una represión del Estado que terminó en masacre como tergiversarla en favor de una ideología. No veo ni la necesidad ni la utilidad, sobre todo en 2018, de exabruptos líricos como los que leí recientemente en el libro Esa luz que nos deslumbra de Fabrizio Mejía Madrid: “El primer culatazo que el soldado le dio en la cara a Marietta Teuscher al pie de la escalinata de la Plaza de las Tres Culturas fue para asegurarse de que estaba muerta. [...] Pero el segundo y el tercer embate fueron una fuerza que le venía del diablo. El impulso de destruir algo bello, de tocar, aunque fuera, sí, lo puro, la inocencia de los diecinueve. Había visto a uno de sus compañeros de batallón de paracaidistas metiéndole la bayoneta en el vientre a una mujer embarazada”. ¿Podemos tomar en serio esta “furia” apocalíptica? Aun tratándose de una novela, es dudoso y cuestionable lo que estas veleidades de la ficción puedan llegar a aportar a un fenómeno como el 68. Mientras miraba a los soldados retratados en la portada de Esa luz que nos deslumbra (que deben tener 19 años o menos, y son mexicanos, por cierto) pensé que ese tipo de libertades “políticas” en la ficción son como chinches en (si se me permite usar una de las frases de cierre de la novela) “las camas sin tender de la memoria”.
¿Para qué sirve entonces leer el 68? Joel Ortega Juárez concluye que el movimiento “sirvió para construir un pensamiento distinto al hegemónico de la Revolución mexicana gracias a la lucha de masas que se dio durante ese año y que tuvo como protagonistas a los estudiantes. [...] El movimiento logró conquistar las libertades de expresión en las calles de la ciudad, antes totalmente monopolizadas por el Estado y su partido. [...] Impulsó una generación de mirada libre. [...] No hay que limitarnos a celebrar conmemoraciones luctuosas como las pequeñas marchas con consignas que claman que el 2 de octubre no se olvida. Es momento de reflexionar lo que el 68 nos dejó, lo que le faltó y lo que lo limitó”.
Efectivamente: en ese momento era impensable siquiera imaginar que un movimiento de estudiantes pondría en crisis el principio de autoridad del Estado mexicano. Y se consiguió. Sin embargo, en un sentido negativo, el corporativismo hizo inviable el apoyo del sector obrero. Dice Joel Ortega Juárez: “Durante el 68 no pudimos parar ni siquiera una tortillería”.
Seguir hablando del 68 en los mismos términos que se emplearon durante 50 años nos asegura, para citar las palabras de John Donne en sentido inverso, “mediocres victorias”. Así como un día unos estudiantes indefensos, tan solo armados con un pliego petitorio de seis puntos redactados al amparo de la justicia, enfrentaron al “desmesurado gigante del desdén” (otra vez Donne), es tiempo de tomar la estafeta y seguir pensando cómo hacer para que quienes nos gobiernan escuchen nuestra voz y hagan realmente lo correcto.