Los manuales de narrativa se han atrevido a esbozar algunas normas sobre un buen inicio de una novela pero ninguna seria sobre un final. Durante siglos se consideraba que el inicio de una novela debía presentar un espacio y un tiempo, del tipo “Érase una vez, en un país lejano…”, algo que la novela hizo hasta el siglo XIX. El inicio de Papá Goriot es uno de los ejemplos más notables: en las primeras páginas sabemos que estamos en París, en 1819, entre el Barrio Latino y el de Saint-Marceau, en una calle con una pendiente tan brusca que “rara vez suben o bajan por ella los caballos”. Es allí donde está la pensión Vauquer y la desagradable señora que lleva su nombre. Con Balzac ya sabemos dónde estamos antes que la acción empiece.
No ocurre lo mismo con la novela del siglo XX que va de frente a la acción desde que en 1915 Gregorio Samsa, “después de una noche de sueños intranquilos”, despierta como todos sabemos. La novela moderna va directo a la acción y con frecuencia usa lo que puede llamarse la “apertura inmediata”.
En cuanto a los finales, la novela decimonónica con frecuencia daba cuenta del destino de todos los personajes involucrados, como ocurre en Madame Bovary. El círculo de la historia se cerraba: unos se mueren, otros se casan, otros se casan y se mueren, y en Madame Bovary el miserable Homais “acaba de recibir la cruz de honor”. En el siglo XX eso es infrecuente. Hay en cambio algunos finales reflexivos que anulan el tiempo como el de Cien años de soledad y otros sobre el pobre futuro de un personaje como el de Ambrosio en Conversación en La Catedral. Me fascina el final de Los papeles de Aspern, cuando el protagonista se queda mirando la foto del gran poeta que le recuerda el tesoro perdido. Pero de todos los finales del siglo XX quizá el de El proceso sea el más trágico, la ejecución que termina con una exclamación de una culpa incomprendida: “Como un perro —dijo—. Y era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo”. Entre los finales, el diálogo de Gisors y May, hablando de Kyo, frente a una bahía magnífica, se queda en el corazón de los lectores de Malraux.
Pero es muy difícil encontrar las razones por las que un final es bueno o adecuado. Alguna vez, Mario Vargas Llosa me dijo que uno “descubre” un buen final de la novela que está escribiendo y no hay una razón para explicarlo. A propósito de finales, recuerdo dos famosas frases finales de los escritores. Una de ellas es la de Victor Hugo: “Veo una luz negra”. La otra es de Voltaire. Cuando en su lecho de muerte, un sacerdote le sugirió que rechazara al demonio, el filósofo contestó con voz débil: “No es el momento de hacer enemigos”.
Es difícil terminar y encontrar las palabras para terminar. Enrique Iturriaga, el gran músico peruano, dijo una vez que hay obras que “terminan” y otras que “cesan”. Es mejor terminar, de algún modo.