Hay autores que han desplegado explícita y seductoramente sus rencores y su misantropía, que han hecho de su violencia verbal un arte venenoso. Son autores que atraen y repelen por las emociones insondables que convocan, por el miedo del lector a verse reflejado en su espejo pernicioso. Sin duda por su desproporcionado talento, como pocos de sus cófrades malditos, el escritor francés Louis–Ferdinand Céline (1894–1961) sigue provocando tormentas póstumas. La posibilidad, por ejemplo, de publicar sus panfletos políticos en una edición contextualizada generó encendidas polémicas el año pasado. Más allá de sus propias patologías y conflictos, Céline no era un extraterrestre y sus actitudes responden mucho a las pasiones sociales de su época. El futuro escritor nace en una familia empobrecida y ansiosa de estatus, que busca culpables a su situación y que deposita en el hijo expectativas excesivas. Lo mandan a Alemania, lo hacen aprender inglés y entra adolescente a trabajar. Luego ingresa al ejército y marcha al frente, donde es herido. Cuando termina su traumática participación bélica, ejerce oficios provisorios (como empleado en Londres o capataz en África), frecuenta burdeles, se queja de su mala suerte y sufre cambios extremos de humor. De regreso a Francia, trabaja como redactor en una revista científica.
Ahí conoce a un médico que lo influye para estudiar Medicina y con cuya hija consuma su primer matrimonio. Ya como médico de poca monta, Céline recorre los infiernos de la pobreza y la enfermedad. En sus tiempos muertos, se afana en una escritura colérica y mordaz, de indudable filiación autobiográfica, y en 1932 publica su consagratorio Viaje al fin de la noche. En 1937 publica su demencial panfleto Bagatelas para una masacre y en 1938 La escuela de cadáveres, en los cuales Céline aboga por mano dura y culpa a los judíos de toda catástrofe. Pese a su carácter de desahogo delirante, estos textos, aprovechando el fondo antisemita que existía en Europa, se convierten en un éxito de ventas y en una suerte de libro de texto para el gobierno colaboracionista francés. Cuando finaliza la ocupación, Céline huye, con su segunda mujer y su gato, a Alemania y a Dinamarca donde es apresado. Tras la amnistía, regresa a Francia, donde escribe otras páginas rabiosamente autobiográficas y administra su prestigio de maldito. La postura de Céline es injustificable; sin embargo, esconderlo bajo la alfombra no soluciona nada. Como dice el filósofo Reyes Mate: “A autores como Céline, cuyas posiciones políticas contribuyeron al desastre, conviene recordarlos porque fueron muy significativos. Si no los tienes en cuenta no te explicas lo que sucedió. Hay que leer críticamente a Céline, como a Heidegger o a Jünger, porque representa un momento del pasado que ha tenido una importancia enorme en la historia. Difícilmente se puede construir una historia diferente a lo que ellos significaron si no se tiene en cuenta que existieron”.