La biografía de Lucía Joyce ya era digna de una novela: hija de James Joyce, tuvo una serie de problemas que llevaron a internarla en un hospital psiquiátrico, pero también vivió con una madre con la que sostuvo una mala relación, por no hablar de su hermano: y de todo ello se nutrió Sofía G. Buzali para escribir la novela Mi nombre es Lucía Joyce (Editor Dos Líneas, 2021).
“Me llamaba la atención la relación padre e hija y lo que sucedía al interior de la familia, con este hombre alcohólico, con este mundo de tantos problemas económicos, con el autoexilio. Me preguntaba cómo había sido su vida con esos estímulos de la gente que rodeaba a Joyce”
—Samuel Beckett estuvo muy ligado a ella.
“Entonces, me di cuenta que era una mujer muy adelantada a su época, tenía un mundo distinto a las mujeres del momento, porque ella era rebelde, liberal, además de ser la musa de Joyce: ese mundo, el momento social en el que vivieron se convirtió en una pasión para mí y todo me llevó a adentrarme en el personaje y en la época”.
El interés de la autora se dio a partir de un curso de acercamiento al Ulises, de Joyce: a partir de un curso, durante un año estuvo inmersa en el universo del escritor irlandés: incluso, llegó hasta Dublín a festejar el Bloomsday, pero cuando comenzó a aparecer la figura de su hija se planteó múltiples interrogantes, algunas ya resueltas en libros más académicos, y otras que requerían de la imaginación.
“Lucía tuvo muchas entradas y salidas de los hospitales y James Joyce siempre la rescataba. Había una relación muy edípica entre los dos; finalmente él muere en 1941 y Lucía se queda totalmente abandonada”, pues tuvo una madre con problemas muy fuertes y hubo muchos celos entre las dos. Además de “un hermano que no sé qué le estorbaba de ella, al grado que él fue quien la internaba a lo largo de los años. Cuando muere Joyce, Lucía se queda totalmente a la deriva”.
Un universo complejo
Uno de los aspectos que más llamó la atención de Sofía G. Buzali fue el tratar de comprender a una personalidad tan compleja, como Lucía Joyce, cuya vida ya había sido rescatada en algunas biografías, si bien a la escritora le interesaba acercarse un poco más a quien llegó a ser una bailarina profesional, los críticos de la época la elogiaban, y a quien mantenía conversaciones con los intelectuales de la época, hasta llegó a hablarse de una relación con Samuel Beckett. Y, en medio de todo eso, “sentía el abandono de toda su familia”.
“Me tardé mucho en poder entender a esa voz, a ese ser tan frágil que, por un lado, era muy creativa, ya había escrito una novela y hablaba inglés, alemán, francés: una mujer que tenía una vida interna amplia, pero que sentía el abandono, la tristeza, la añoranza del padre, al grado de que imaginé que lo único que quería en todos esos años, cuando se entera que Joyce había muerto, era ir en su búsqueda”.
Mi nombre es Lucía Joyce es una ficción literaria, advierte la autora del volumen, más allá de que los personajes y algunos pasajes estén basados en las biografías escritas sobre la artista: si bien, desde la mirada de Sofía, hacía falta recuperar su alma, lo que buscó hacer con la novela.
“Todos los datos familiares y personales son reales, y todo lo relacionado con el hospital psiquiátrico, me refiero a los personajes, son ficticios, lo que fue mi manera de adentrarme en el alma de Lucía: ella hablaba mucho de que su alma se la habían quitado con tantos medicamentos que le dieron a través de los hospitales y doctores a los que recurrió”.
Con la forma de un diario, Sofía G. Buzali buscó adentrarse en el personaje, para ver qué podía ella sentir o recordar, se transformó en la mejor herramienta para ir tras de ella y entender su relación con la familia, con el padre y, por sobre todas las cosas, “con el proceso de escritura o de creación del padre”, como una de las grandes figuras de la literatura universal.