Roma

Los paisajes invisibles

La fórmula perfecta para cautivar a las audiencias de distintos colores y plumajes: relatos simples pero dramáticamente bien estructurados, personajes empáticos, preciosismo visual y, obviamente, un pulso narrativo calibrado

Pocas películas han conseguido un aplauso unánime por parte de la crítica y de otros cineastas como Roma (Foto. Netflix)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

@IvanRiosGascon


Pocas películas han conseguido un aplauso unánime por parte de la crítica y de otros cineastas como Roma, de Alfonso Cuarón, que después de ganar en festivales se convirtió en un fenómeno mediático dentro y fuera del continente y aguijoneó las expectativas de los cinéfilos con el enganchador calificativo de “obra maestra” y lemas tipo “cine en estado puro”, por lo que la espera para verla se tornó ansiedad hasta su estreno en Netflix, ya que la exhibición en salas fue muy limitada.

Aquí es necesario puntualizar que, como Cuarón, Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro también encandilaron a la crítica y a sus colegas con Birdman y La forma del agua, respectivamente, porque los tres compadres, como se les conoce a estos ilustres mexicanos en Hollywood, hallaron la fórmula perfecta para cautivar a las audiencias de distintos colores y plumajes: relatos simples pero dramáticamente bien estructurados, personajes empáticos, preciosismo visual y, obviamente, un pulso narrativo calibrado, elementos que no solo son la columna vertebral de Roma sino que hacen un magnífico contrapeso a los defectos de la cinta, esos clichés y giros argumentales innecesarios en una historia que podía haber sido mejor.

Que Roma es una buena peli, ni duda cabe. Que Roma revive ciertas añoranzas es innegable (me llamaron la atención dos o tres artículos de almas chabacanas para las que el gran detalle fue encontrarse de nuevo con la emisión televisiva Ensalada de locos pero, claro, cada quien rememora como le venga en gana). Que Roma trata de lo humano es incuestionable. Sin embargo, me siguen haciendo ruido algunos detalles de la cinta: la nostalgia burguesa que mira al inferior no con afecto sino con condescendencia, los arquetipos más primarios, el guión que estropea lo que Aristóteles llamó anagnórisis (revelación o reconocimiento de un personaje). 

Es fácil deslumbrar con una cámara, digamos, mostrando el vuelo de un avión a través de un charco jabonoso. Es simple generar indignación exhibiendo arquetipos del machismo: el padre de familia que desaparece luego de un supuesto viaje (qué bueno que Cuarón no lo mandó a comprar cigarros) y después se descubre ante sus hijos sin querer, corriendo como colegial con nueva novia afuera del cine Las Américas, o el tal Fermín, que también huye del cine (y de los brazos de Cleo) y, peor aún, que la agrede y amenaza con el más despreciable de los alardes misóginos en el terregal donde lo entrenan como Halcón.

Hablando de esto, ¿era necesario enfrentar a Cleo con el paramilitar en una mueblería ese supuesto 10 de junio de 1971? ¿No bastaba con que ella reconociera el verdadero uso que el tal Fermín le iba a dar al garrote, su juguete fálico? ¿Acaso Cleo, como personaje, y nosotros, como espectadores, somos tan desatentos (llamémoslo así) que requeríamos tamaña explicación?

De cualquier modo, Roma, sí, es una buena peli. Cuarón dio en el clavo con una escena majestuosa. Después de la tragedia, Cleo está ensimismada en su cuarto de azotea. La lente de la cámara hace un breve recorrido por la casa: el reloj, las habitaciones vacías con las puertas abiertas, las escaleras. Si algo o alguien se va, las cosas permanecen. La vida, o lo que creemos que es la vida, continúa su lento, imperturbable transcurrir.


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