Tengo recuerdos borrosos, ya muy llenos de muertos, del año del 68. Colonia Condesa de la Ciudad de México. Salimos del edificio contiguo a la Sala Chopin en la avenida Álvaro Obregón y caminamos unos metros a la calle de Sonora. Mi tío Estanislao me cargaba sobre sus hombros y mi madre mencionaba con temor y reverencia a “los canijos estudiantes que no se dejan”. Por la avenida pasaban muchedumbres gozosamente vociferantes en camiones de redilas y a pie, aunque yo no entendí bien si eran estudiantes rumbo a una concentración o aficionados jubilosos festejando la Olimpiada. Sí recuerdo, en cambio, los gritos, el ambiente de euforia, y que yo usaba unos llamativos antifaces de cartón blanquinegro. Los estudiantes se volverían símbolo misterioso de subversión y, los meses siguientes, mi madre me amedrentaría: “nunca vayas a salir solo a la calle porque te llevan los estudiantes”. Ese vago recuerdo extático, esa primera observación de las masas en alegre movimiento, se petrificó en mi mente: siempre anhelé mi porción de ese sueño colectivo que no me tocó vivir. Esa búsqueda de comunión jubilosa explotó, junto con otras hormonas, en la edad puberta. Debo decir que, aunque conocía los trágicos hechos del 68 y comenzaba a devorar los clásicos al respecto, la imagen que acuñaba mi memoria, como suele ocurrir, era caprichosa y estaba más asociada a mi recuerdo infantil de las multitudes ebrias de júbilo que a la sangrienta matanza. Ese ánimo libertario se juntaba con la búsqueda de afirmación: quería clavarle al mundo un poema en la espalda, dejar una huella en algún lado. Mi 68, pues, estaba teñido de almíbar romántico y ganas de llamar la atención. Mi ansia de momentos climáticos alcanzó su máximo cuando entré a la Preparatoria 2, por los rumbos de Churubusco: me afilié a todo tipo de círculos de estudios y distribuía todo lo que pareciera clandestino y contracultural. Me empapaba de historias de barricadas y comunas, del revuelo de consignas anarquistas y de la imagen del desorden que redimiría la ciudad con su utopismo lenitivo. Pronto me junté con unos pocos que también leían furibundamente los libros de caballería militante de la época y que pensaban que las escaramuzas heroicas serían parte de un excitante y prestigioso currículum. Protestábamos por afrentas reales o imaginarias. Alguna vez, ya no me acuerdo por qué motivo, realizamos nuestra acción más llamativa hasta entonces, cerramos por unos minutos la avenida lateral de Churubusco. Esperábamos el arribo de la policía, pero fue un automovilista quien descendió de su auto y, furioso, abofeteó al compañero que encontró más cerca. Nuestra estrategia se colapsó, habíamos planeado enfrentarnos a la autoridad con mayúsculas, no a un troglodita de mano larga y sin conciencia. Desconcertados, terminamos el bloqueo, nos replegamos tácticamente y ayudamos a nuestro camarada que, aunque sangraba profusamente por la boca, por fortuna no había perdido ningún diente.
Una emulación
Escolios
"Me empapaba de historias de barricadas y comunas, del revuelo de consignas anarquistas y de la imagen del desorden que redimiría la ciudad con su utopismo lenitivo"
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