La noche del domingo en el Auditorio Telmex se fraguaba algo distinto. Fito Páez volvió para deleitar a los tapatíos y no era un regreso cualquiera: llevaba consigo el peso de un álbum que marcó generaciones, El amor después del amor.
Desde afuera, las luces del auditorio eran un faro para los miles que llegaron, cada uno con su propia historia. Allí estaban, parejas jóvenes y viejas, amigos con camisetas gastadas del último concierto, y aquellos que por primera vez escucharían a Páez en vivo. Un ritual de masas, pero con tintes personales, como todo lo que toca la música del argentino.
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Dentro, la atmósfera era de una expectación casi eléctrica. Las luces bajas, las palabras “El amor 30 años después” en grande sobre el escenario, y un murmullo constante que decía: ya viene, ya viene. Y entonces vino.
Vestido con traje impecable, como un fantasma del pasado que se niega a envejecer. Con el piano como arma y una banda lista para desatar tormentas, Fito abrió con la canción que da nombre al disco. Y en ese momento, el recinto se convirtió en una sala de recuerdos compartidos.
“Hola Guadalajara, qué gusto estar aquí y cerrar nuestra gira por México en esta ciudad”, dijo al público, y el rugido que le devolvieron no fue una respuesta, fue una declaración. Porque esa multitud no había ido solo a escuchar; había ido a decirle que su música seguía siendo tan relevante como el primer día.
Con vaivén de canciones y emociones Fito tocó las emociones del público
El concierto fue un viaje, no uno sencillo ni lineal, sino uno lleno de curvas y paisajes inesperados. Dos días en la vida sonó con una frescura que desafiaba su edad, seguida de La Verónica, donde Páez, solo con el piano, desnudó el alma de la canción. Y luego, como una confesión, llegó Pétalo de sal, dedicada al gran Luis Alberto Spinetta. “Las expresiones culturales no nacen solas”, dijo Fito. “Este artista maravilloso, a quien amé y amo con locura, se llama Luis Alberto Spinetta”. No era solo un tributo; era un recordatorio de que la música, como la vida, se construye sobre los hombros de gigantes.
Entre canción y canción, Páez demostraba que, además de músico, es un narrador. Cada pausa estaba cargada de reflexiones, anécdotas o bromas. “Ahorren energías, las van a necesitar cuando tengan mi edad”, dijo entre risas, arrancando carcajadas de un público que, por un momento, se olvidó de todo lo que estaba fuera de esas paredes.
El cierre del segmento principal fue A rodar mi vida. Pero nadie se movió de su asiento. Fito salió un momento, solo para regresar con un humor renovado: “Me pongo guapo y regreso”, dijo. Y lo hizo, regalando temas como Al lado del camino y Dar es dar, para terminar con Mariposa tecnicolor y Y dale alegría a mi corazón. En esos minutos finales, las luces de los teléfonos brillaron como estrellas, y Fito, con la energía de un joven y la sabiduría de un viejo mago, cerró la noche con una explosión de emoción.
Cuando las luces del auditorio se encendieron, quedaba en el aire algo más que aplausos. Era la sensación de haber sido parte de algo único, algo que no se repetirá igual, aunque se escuchen las mismas canciones. Porque en ese escenario, el pasado y el presente se dieron la mano. Y, como bien lo sabe Fito, en el amor, como en la música, lo que importa no es lo que pasó, sino lo que aún queda por vivir.
OV