Las cámaras de los celulares no cesan de disparar sobre la mesa con mantel blanco y textiles chiapanecos. Un plato de barro con crema de calabaza, cardamomo, canela y bolitas de papa. Otro presume un filete de pescado acompañado de arroz y vegetales en salsa de chipilín, el quelite más importante del estado. El interés de turistas y lugareños también se concentra en un vaso con tascalate, una bebida ceremonial elaborada con maíz, cacao y achiote.
Así discurre la cotidianidad en el restaurante Casa Sántiz, de la chef tsotsil Claudia Albertina Ruiz Sántiz. Hoy vive una temporada de bonanza y de revalorización de la cocina tradicional de Chiapas, con ciertos tintes contemporáneos y reconocimiento internacional, pero no siempre fue así.
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Poco antes de 2010, durante una madrugada que asegura que nunca olvidará, Ruiz Sántiz estuvo a nada de dejar de lado el sueño de su vida: ser chef. Luego de un día habitual de clases en la universidad, y de su trabajo de más de 10 horas en la cocina de una cadena de hoteles en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, volvió a su pequeño departamento y cayó en cuenta de que solo le quedaban tres horas antes de empezar el nuevo día.
“Me senté en la cama y tuve que decidir si comer, dormir, hacer la tarea o bañarme para irme de nuevo. Ya llevaba con ese ritmo un buen tiempo, pero ese día estaba especialmente cansada y dudé de si estaba haciendo lo correcto, y si podría aguantar esa vida siempre”, recuerda Sántiz, sentada en una mesa del restaurante que abrió en San Cristóbal de las Casas, y con el que lograra consolidarse en 2020 como uno de los nuevos talentos reconocidos anualmente por el ranking culinario internacional The World’s 50 Best Restaurants, en la categoría 50 Next, que reconoce a los nuevos talentos con potencial de ser el futuro de la gastronomía mundial, tanto por su enfoque de sustentabilidad, como por el arraigo a sus culturas locales.
La madrugada en que tuvo la revelación sobre su futuro, dice, no dejaba de pensar que alguna vez su padre le dijo que no lo iba a lograr, que seguro iba a volver pronto a casa porque la exigencia y la vida lejos de su familia iban a quebrantarla.
“Ahora sé que mi papá me decía eso adrede para impulsarme a hacer lo contrario. Sabe que soy muy rebelde y que no paro hasta que consigo lo que me propongo. Lo pensé dos veces y dije: ‘Esta vez tampoco me voy a dar por vencida'".
Ser rebelde para sobrevivir
Claudia Albertina es una mujer indígena de la etnia tsotsil del estado de Chiapas, que porta su origen con mucha honra. A sus 35 años tiene ya muchas historias que contar. Su infancia fue humilde y transitó entre el pueblo de San Juan Chamula y San Cristóbal de las Casas, por cuestiones de necesidades económicas y los estudios por los que luchó para superarse.
Su padre tenía una tiendita de abarrotes en el pueblo. Su mamá se dedicaba exclusivamente al campo; siempre se negó a comer cualquier cosa que no creciera en el huerto que ella atendía. Claudia Albertina es la tercera de cuatro hermanos: dos hombres mayores, y una menor.
“Mi mamá siempre fue una persona muy exigente. Como para mí ir a la escuela fue un lujo, me pedía siempre sacar las mejores calificaciones. Los dieces eran el ideal, los nueves no la hacían feliz y los ochos eran ya una completa desgracia”, recuerda.
Por suerte, desde pequeña asumió los retos como un modo de supervivencia. La niña creció con boletas impecables y conforme fue creciendo le asignaron más tareas. Desde los ocho años, por ejemplo, era regla que antes de irse a la escuela tenía que estar al pendiente de la tienda, y dejar lista la comida y los quehaceres de la casa.
Luego tuvo que decidir qué estudiar. Sus padres querían que se dedicara al magisterio, porque le representaba una opción segura para tener el sustento suficiente para su familia, en caso de que alguna vez su esposo –que no tenía ni planeaba tener– la dejara y tuviera que vérselas sola.
Ella se negó rotundamente. Aunque no tenía seguro a qué dedicarse, sí le llamaba la atención todo lo relacionado al turismo. Chiapas es uno de los estados más pobres de México, en el que en los últimos años ha crecido el interés por potenciar dicha actividad económica.
Un día, gracias a una amiga, se enteró de que la gastronomía se estudiaba como una carrera. Una muy cara, por cierto. No obstante, por su pasado detrás de los fogones de su casa, la idea le hizo sentido y aplicó para ingresar a la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, en Tuxtla Gutiérrez, que era pública.
“Pensé que no iba a ser seleccionada, porque además necesitaba una beca sí o sí. Me llevé una gran sorpresa cuando vi mi nombre en la lista de los aceptados. Luego de ese primer obstáculo superado, venía el que en realidad me preocupaba más en ese momento: decirle a mis papás que me iría de la casa y que me mudaría a la capital del estado. Y sí, se puso feo al principio”, dice y sonríe al recordarlo.
Sus padres no estuvieron del todo de acuerdo, pero asegura que su mamá siempre la incitaba a verse en el espejo de las otras mujeres de su familia. Muchas de sus tías y primas compartían historias de ser “apartadas” por sus futuros esposos desde que ellas tenían 10 años, para luego casarse antes de los 15 y tener hijos casi de inmediato.
Estudiar era una forma de evitar que se repitiera esa condena.
Aceptaron su decisión, y Claudia Albertina se mudó sola a la nueva ciudad donde empezaría por primera vez desde cero. Consiguió su beca, se esforzó por aprenderlo todo para mantenerla, y luego lo que más temía pasó: odiaba el francés, reprobó la materia, y le quitaron el apoyo económico.
“A partir de ese momento supe que tenía que estudiar y trabajar al mismo tiempo. Encontré una oportunidad en la cocina de una cadena de hoteles y la tomé. Fue terriblemente pesado. Aprendí muchísimo, pero entre las dos cosas se me iba la vida. Fue la época en la que más dudaba si el esfuerzo inhumano que hacía, valía realmente la pena”, afirma.
Tras muchas penurias, en 2010 acabó la universidad, hizo su tesis y antes de acabar el proceso, su asesora la llamó al restaurante y le dio una noticia que cambió el rumbo de su vida: el chef Enrique Olvera estaba muy interesado en conocerla en persona y ya le había agendado una cita para verlo al día siguiente en la universidad.
Una cocina con juguetes desconocidos
Antes de encontrarse con Enrique Olvera –el chef mexicano más influyente dentro y fuera del país, y propietario del restaurante Pujol–, Claudia Albertina temblaba, porque en su cabeza no cabía la idea de que algo que ella hubiera hecho fuera del interés de una persona tan relevante en el medio.
Una vez que platicaron, él le dijo que había hojeado su tesis –un recetario enfocado en cocinas ecológicas, en español y en tsotsil–, que la felicitaba mucho y que quería que se uniera a su equipo de trabajo. Le dio su tarjeta, le pidió que le enviara por correo todos sus datos y le preguntó cuándo podía presentarse a su primer día en la legendaria cocina de Polanco, que hoy es la quinta mejor del mundo, según los 50 Best.
Ese día, asegura, cambió su vida.
“Para mí fue de no creerse, sin yo haberlo buscado, de pronto se me abrió una puerta que después me abriría varias más. Le metí mucha velocidad a la tesis, la acabé, me convertí en la primera profesionista de mi familia y cerca de un mes después me encontré frente a la puerta de Pujol, en mi primer día de trabajo”, afirma la chef.
Cuando entró a la cocina todo pasaba muy rápido. Comandas de comida saliendo, gente montando platos a toda velocidad en distintas estaciones, sartenes en fuego, cuchillos rebanando vegetales con precisión milimétrica. Al mismo tiempo, todos danzaban sin estorbarse en esa cocina con la que muchas veces había soñado.
Claudia Albertina preguntó cuál iba a ser su puesto y le dijeron que no sabían, pero que se acomodara al final de la línea de ensamble de platos, y que preguntara en qué podía ayudar.
Así empezó poco a poco a especializarse en repostería. Esas fueron las primeras asignaciones que le hicieron. Al tratarse de una cocina de primerísimo nivel, había muchos instrumentos, técnicas, términos e ingredientes que jamás había visto.
“Yo quería devorar todo el conocimiento que se encerraba en ese cuarto donde el equipo hacía maravillas. Diario llegaba temprano y me salía tardísimo. Era la que siempre hacía horas extras y pedía hacer todos los relevos cuando alguien faltaba. Para mí, el trabajo era mi zona de desahogo. Solo yo sabía que había algunas cosas que me mantenían internamente un poco triste, pero agradezco mucho haber podido tener esa oportunidad, porque me conocí como nunca”, relata Claudia Ernestina.
La aventura en Pujol duró un año. A punto de volver a Chiapas, le llegó la oportunidad de trabajar con el chef Lalo García, en Maximo Bistrot, y luego con un repostero del que asegura que aprendió mucha técnica.
Cuando estar en CdMx fue suficiente, la chef volvió a su tierra, en donde pronto encontró trabajo. Luego sus padres enfermaron y, como la tradición en su estado dicta que por haber sido la mayor de las hijas mujeres, a ella le correspondía cuidarlos, se quedó.
A eso se sumó la inquietud creciente de Claudia Ernestina por abrir un restaurante propio; ella sabía que ya era capaz de independizarse. Así fue como en 2016, con ayuda de un amigo, encontró el espacio ideal y montó su restaurante Casa Sántiz.
Actualmente, un día normal de operaciones en dicho lugar, ubicado en San Cristóbal de las Casas, es una romería. Conseguir una reserva es posible, aunque requiere un poco de paciencia por parte del comensal. La casa está llena continuamente, pero no siempre fue así.
Claudia Ernestina cuenta que al principio fue muy difícil que la gente entendiera y aceptara su proyecto. “La gente de México fue dura al inicio. El reconocimiento tuvo que llegar de afuera, para que voltearan a vernos en serio”, cuenta.
“No nos van a parar”
Montar un restaurante de cocina con toques contemporáneos, en un estado con tradiciones profundas, es casi una afrenta. Ser pionero en ello, mucho más. La chef vivió eso en carne propia desde el arranque de Casa Sántiz, que inicialmente llevara por nombre Kokono, o ‘epazote’ en tsotsil.
Según dice, a muchos no les hacía sentido tener que pagar más por cocina que cualquier madre, tía o abuela cocinera podía hacer mejor en casa.
“Aunado a eso, había que agregar que soy indígena, mujer, chiquita y que vengo del sur. Nunca me di por vencida y siempre me repetía a mí una frase que es como mi mantra: ‘Que hable mi trabajo y no mi boca’”.
Lo que la chef ofrece en su restaurante es lo mismo una carta de cocina tradicional, que de autor. Así que sobre sus mesas puede haber lo mismo una típica sopa de chipilín o unos molotes de plátano rellenos de queso oreado, que tiraditos de hongo y calabaza marinada en hoja santa, o atados de ejotes con relleno de queso y costra de pinole.
Poco a poco, y nuevamente después de luchar mucho por sobrevivir, lo que hacía Claudia Ernestina llegó a oídos del movimiento italiano de rescate de culturas locales llamado Slow Food. Así fue como la invitaron a dicho país a hablar de su iniciativa por preservar, pero al mismo tiempo evolucionar, la cocina de su región natal.
Después de esa primera vez fuera de México, y de un repunte significativo de la fama de su restaurante, vino la pandemia. Una vez más, a ella y al equipo de mujeres indígenas con las que trabaja –muchas de las que son madres solteras y a las que apoya constantemente– les tocó resistir un embate fuerte.
Cierta mañana de 2021, mientras revisaba su correo electrónico por pendientes habituales, Claudia Ernestina vio que la administración de 50 Best le había enviado un e-mail. En él pedían información sobre ella, el restaurante y un poco acerca de la labor que hacía para preservar su cultura.
Poco después de que se los enviara, le contestaron diciéndole que había sido seleccionada en un grupo selecto de jóvenes chefs alrededor del mundo para una categoría emérita llamada 50 Next, que busca reconocer a las generaciones que se proyectan como el futuro de la gastronomía mundial.
Cuando se dio a conocer que una mujer tsotsil de México había logrado lo que ningún chef indígena antes en el país, todo explotó. De un día a otro, la cara de Claudia Ernestina de pronto apareció en todos los medios de comunicación.
“En vez de trabajar normalmente, en el restaurante me la pasaba haciendo entrevistas y enlaces telefónicos con otros estados, y hasta otros países. Luego viajé a Europa para recibir la distinción que me hicieron, fue muy emocionante y me hizo recordar lo mucho que se puede lograr cuando se ama lo que se hace y se trabaja con el corazón”, afirma orgullosa.
Después de eso, la afluencia de su restaurante se desbordó. La chef cuenta, con mucho orgullo, que era tal la cantidad de personas de todas partes que querían comer ahí, que tuvo que contratar a más mujeres para que le ayudaran a sacar el barco adelante.
Hoy Claudia Ernestina está hasta en Netflix. Participó en un concurso culinario llamado Iron Chef, en su versión mexicana, en el que se enfrentó ante varios de los mejores chefs del país.
“Yo no quería salir en listas. Yo solo quería hacer una cocina consciente, que la gente conociera a nivel internacional y que les causara interés por todo lo que orgullosamente hacemos en mi estado. He sufrido toda mi vida de discriminación y puedo decir que hasta de racismo. Pero eso, en vez de callar mi voz, me hace trabajar más para hacer visible ese problema. Todo lo que por fortuna ha pasado últimamente en mi vida me motiva a decirle a todo el mundo que como indígenas y como mujeres somos capaces de todo, y que no nos van a parar ni van a matar nuestros sueños”, finaliza.
hc