Hace décadas, el economista Arthur Okun, presidente del Consejo de Asesores Económicos de Lyndon Johnson, abogaba por lo que denominaba una “economía de alta presión”. Se refería a una en que las políticas de expansión pudieran crear un crecimiento del producto interno bruto superior al promedio, junto con un bajo desempleo, dando como resultado no solo la fortaleza, sino también un aumento desproporcionado del trabajo para los grupos más vulnerables.
Este es justo el tipo de política que la administración Biden ha buscado, hasta ahora con éxito. En enero se crearon 353 mil nuevos puestos de trabajo, el doble de lo que se esperaba, y las ganancias se produjeron en casi todos los sectores y categorías laborales. En Estados Unidos hay 1.4 empleos disponibles por cada persona sin ocupación, muy por encima del estándar histórico. Se trata del mercado laboral más fuerte desde, al menos, la década de 1960. Todo esto, con una inflación que vuelve a niveles tolerables y mercados en auge.
EU disfruta, como dijo recientemente la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, de una reactivación que es “notable tanto por su velocidad como por su justicia”. Entonces, ¿qué es lo que no nos gusta de una economía de alta presión? Nada, con la excepción de que es posible que los puntos de presión no siempre se inclinen al alza. Debido al nivel vertiginoso de los mercados, la cantidad de estímulo fiscal en juego, una geopolítica impredecible y el hecho de que ni la recesión de 2020 ni la recuperación han sido históricamente típicas, la economía de alta presión puede con facilidad desahogarse en cualquier dirección.
Hay tres puntos de presión que estoy observando con mucha atención. El primero y más importante es el hecho de que éste no es un ciclo económico normal.
Si bien es muy difícil argumentar que las nuevas políticas económicas del lado de la oferta de la administración Biden no están funcionando, o que esta recuperación es de cierta manera un espejismo, también es importante recordar que los últimos tres años han sido atípicos debido al covid-19, la guerra en Ucrania y la crisis de la deuda china, entre otras cosas. Esto hace que sea mucho más difícil utilizar datos históricos para predecir el futuro.
Como dijo en una nota reciente el director general de macroeconomía global de TS Lombard, Dario Perkins, todavía hay todo tipo de distorsiones macroeconómicas abriéndose paso en el sistema. Estas van desde grandes cambios relacionados con la pandemia en el gasto de los consumidores (primero en bienes, ahora en servicios) y las cadenas de suministro, pasando por la demanda acumulada por el exceso de ahorro y fiscal hasta la destrucción de volumen por la inflación, señales confusas de China, etcétera. Los indicadores económicos habituales, como las curvas de rendimiento y los niveles de precios, han sido engañosos.
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Los cambios demográficos y la revolución de la inteligencia artificial complican aún más las cosas. ¿Quién iba a imaginar que el crecimiento de la productividad sería uno de los más fuertes en más de una década, o que la jubilación de los trabajadores de más edad no sería deflacionaria, sino inflacionaria, a medida que los boomers ricos en activos sigan gastando durante sus años dorados y los más jóvenes obtengan más poder de negociación en un mercado laboral caliente?
Otro punto de presión en el que pienso es la diferencia entre los datos y la experiencia palpable de la economía. Las preocupaciones sobre la economía han disminuido a medida que el continuo crecimiento del empleo y el aumento de los salarios han compensado una crisis del costo de vida en la que la inflación superó los ingresos de los estadunidenses comunes y corrientes.
Pero si bien la confianza del consumidor está aumentando, también creo que hay un sentimiento más profundo y menos comprendido de vulnerabilidad económica a largo plazo en el pueblo estadunidense. Viven casi sin red de seguridad social en una de las sociedades capitalistas más rapaces del planeta, donde la contratación y el despido rápidos con poca o ninguna indemnización es la norma. Y mientras las empresas esperan con ansias los aumentos de productividad de la inteligencia artificial, los trabajadores se sienten cada vez más ansiosos por todas las formas en que cambiará los mercados laborales, en especial para los empleos administrativos de clase media.
Mientras, aunque la inflación general parece que se estabilizó, el precio de todos los elementos de la vida de la clase media —como educación, vivienda y atención de salud— siguen aumentando más rápido que la tasa de inflación básica. Las emergencias de atención de salud y las deudas son una de las principales causas de pobreza en EU, donde más de la mitad de los adultos que trabajan tienen problemas para cubrir sus costos de salud.
Eso es impensable en Europa. Estados Unidos es un lugar donde la gente puede ser de clase media, incluso de clase media alta, y aun así sentirse bastante vulnerable económicamente. Somos ricos en relación con el resto del mundo, pero no estamos seguros. Y cuando la gente cae en EU, es un largo camino hacia abajo.
La idea de caer me lleva al tercer y último punto de presión, que es la naturaleza de los mercados en la actualidad. Yo fui una de las primeras personas en hablar de forma pesimista de la “burbuja de todo” —en la que los precios de las acciones, la vivienda y otros activos no dejan de subir— y voy a admitir que perdí dinero como consecuencia de eso.
Las utilidades corporativas y las previsiones optimistas justificarían los precios de los activos, que son un hito en este momento. No así la enorme concentración en un puñado de empresas de plataformas de tecnología. Cuando la capitalización de mercado de los siete magníficos (Apple, Amazon, Alphabet, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla) equivale al tamaño combinado de los mercados de Canadá, Japón y Reino Unido, uno debe cuestionarse las valoraciones.
O, como mínimo, preguntarse qué ocurrirá cuando se abran las válvulas de presión.