En esta etapa del proceso inflacionario, el banco central necesita mostrar su fibra moral. El alza de la semana pasada de 0.5 puntos porcentuales en la tasa de intervención del Banco de Inglaterra sin duda fue necesaria. Incluso es posible que la tasa resultante de 5 por ciento no sea el punto máximo. Sin embargo, hacer lo que sea necesario para llevar la inflación al objetivo es más que simplemente deseable, es el deber legal del banco. Nadie en el Comité de Política Monetaria es libre de ignorar esta obligación.
También es ya imposible persistir en la fantasía de que lo que está ocurriendo en Reino Unido no es más que un brote temporal de una inflación importada. Siempre existió la posibilidad de que esta última desencadenara un proceso inflacionario. Y así ocurrió. La inflación subyacente anual (que excluye los precios de los alimentos y la energía) fue de 7.1 por ciento hasta mayo, la inflación de los servicios fue de 7.4 por ciento y el promedio móvil de tres meses de crecimiento anual de los salarios del sector privado (excluidos los bonos) en abril llegó a 7.5 por ciento.
Esta tasa de aumento salarial no es sorprendente. En abril, los ingresos semanales promedio reales estaban 4 por ciento por debajo de su nivel de hace dos años y al mismo que en agosto de 2007. La tasa de desempleo en el primer trimestre de 2023 también fue solo de 3.9 por ciento. Esto indica un mercado laboral bastante tenso. ¿Por qué en estas circunstancias, alguien esperaría que los trabajadores acepten grandes reducciones de los ingresos reales? Al mismo tiempo, las tasas actuales de inflación salarial son incompatibles con una inflación de 2 por ciento.
Algo debe cambiar, radicalmente y pronto. Lo que estamos viendo es una espiral de precios y salarios que se extiende por toda la economía. La única forma de detenerla es eliminar la demanda acomodaticia. En otras palabras, la pregunta no es si habrá recesión, sino más bien, si es necesario que la haya para detener la espiral. La respuesta a la última parte de esta pregunta es “sí”. Nos guste o no (a mí desde luego no me gusta), la economía no volverá a una inflación de 2 por ciento sin una fuerte desaceleración y un aumento del desempleo.
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Lo anterior plantea cuatro preguntas más, la primera es si la política monetaria actual es suficientemente restrictiva. El argumento de que puede ser es que los solicitantes de préstamos son muy vulnerables a tasas de interés nominales más altas después de estar un largo periodo de tasas ultrabajas. Frente a esto, actualmente una tasa nominal de 5 por ciento implica una real de menos de 2 por ciento. Además, la compresión se producirá lentamente.
Según la Autoridad de Conducta Financiera (FCA, por su sigla en inglés) en el segundo semestre de 2021, 74 por ciento de las hipotecas tenían tasas de interés fijas de entre dos y cinco años. En resumen, es posible que las tasas tengan que volver a subir.
La segunda es si el gobierno debe amortiguar el golpe a los solicitantes de préstamos. La respuesta es: para nada. Una de las razones es que las personas con grandes hipotecas tienen una posición relativamente bien acomodada, como señala Torsten Bell, de la Resolution Foundation. La política adecuada es más bien una ayuda específica para los más vulnerables. Si la política fiscal llega a compensar esto, la monetaria tendrá que ser aún más restrictiva que en caso contrario. Si se busca moderar la contracción monetaria, la política fiscal debe endurecerse, no relajarse.
La tercera es si la incertidumbre que rodea a todas estas decisiones debe alentar por sí misma a tener una cautela extrema en el endurecimiento. Por desgracia, no es tan sencillo. Es cierto que hay mucha incertidumbre sobre la fuerza de la presión inflacionaria subyacente y, por lo tanto, sobre la profundidad de la desaceleración económica necesaria para controlarla.
Del mismo modo hay mucha incertidumbre sobre el grado de endurecimiento necesario para provocar dicha desaceleración. Pero si uno está decidido a volver a situar la inflación en el objetivo en un futuro próximo (menos de dos años), no es cierto que el error más pequeño será pecar de optimismo sobre la facilidad con la que caerá la inflación.
La última pregunta es si vale la pena el esfuerzo: ¿por qué no renunciar al objetivo y aceptar, una inflación de 4 o 5 por ciento? La respuesta es que si un país abandona su promesa de estabilizar el valor de la moneda tan pronto como se vuelve difícil cumplirla, otros compromisos también deben devaluarse. Muchos dirán que Reino Unido es incapaz de cumplir su promesa cuando las cosas se ponen difíciles. Eso ocurrió en la década de 1970. Repetirlo, sobre todo después del Brexit, sería una locura imperdonable.