Si no nos dijeran constantemente lo contrario, estaríamos celebrando la salud del mercado laboral. El número de puestos franceses, alemanes, canadienses, japoneses, holandeses, coreanos e italianos, en relación con los adultos en edad de trabajar, es más alto que nunca. En Estados Unidos, Reino Unido y España, la tasa solo ha sido superior a la actual en unos cuantos momentos de la historia: en la parte final de los largos auges o recuperaciones de 2000, 2007 o 2019.
Los trabajadores insatisfechos con su empleo pocas veces han tenido más vacantes para elegir. Y tal y como cabe esperar en una economía de mercado en la que los empleadores compiten por los trabajadores, los salarios nominales van en aumento, también a un ritmo récord (aunque no tan rápido como para igualar los incrementos de precios impulsados por la crisis de la oferta).
En resumen, los trabajadores de los países occidentales se benefician de los mercados laborales más fuertes en más de dos décadas, posiblemente en más de medio siglo; sin embargo, nuestros banqueros centrales y otros responsables de la formulación de la política económica parecen decididos, incluso ansiosos, de acabar con esto. De hecho, es posible que ya le hayan asestado un golpe mortal.
Por supuesto, conocemos la justificación: que el final del auge del empleo es necesario para reducir la inflación; no obstante, este argumento es abundante en el riesgo de dejar que el alto crecimiento de los precios persista y ligero hasta el punto de la ofuscación en las consecuencias de forzar la tendencia de los precios a la baja. No toma en cuenta lo bueno que es el mercado laboral, algo que parece que vamos a sacrificar de manera voluntaria.
Uno puede entender que a los empresarios no les guste la “escasez” de trabajadores. Debilita su poder de negociación. Si se permite que perdure, puede permitir a los empleados arrebatar a los propietarios de las compañías una parte de la creación de valor de la economía. Y obliga a los gerentes, que ya tienen dificultades con el aumento de los costos de los insumos, a encontrar formas más productivas de utilizar el personal al que deben pagar más para conservarlo. Los ejecutivos que no pueden mejorar su productividad pueden perder a sus trabajadores en favor de rivales más productivos. Los datos de Estados Unidos muestran que el crecimiento salarial de los que cambian de trabajo supera al de los que se quedan en el mismo puesto en mayor medida desde finales de la década de 1990.
Sin embargo, los responsables de la política gubernamental, incluidos los banqueros centrales, están a cargo de proteger el interés público. Esto no es lo mismo, y de hecho puede ir contra, de lo que da a los empresarios de la actualidad una vida fácil. Un capitalismo verdaderamente competitivo no hace eso.
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No obstante, en lugar de acoger con beneplácito el mercado laboral más favorable a los empleados de las últimas generaciones, los banqueros centrales suelen condenarlo como “restringido”. Esta será una palabra apropiada para referirse a la falta de trabajadores, pero la mayoría de las grandes economías siguen incorporando a más personas al trabajo a un ritmo asombroso.
En el último trimestre de datos comparables disponibles, justo antes del verano, la tasa de empleo aumentó 0.3 puntos porcentuales en Estados Unidos y Canadá, 0.4 en la Unión Europea y Japón y 0.6 en Corea. Estas cifras, que se dispararon de forma tan exitosa, hablan de mercados laborales que no tienen escasez, sino que responden a los incentivos. (En Reino Unido, que tiene dificultades con sus propios problemas, la tasa se aplanó).
Pero estos millones de nuevos puestos de trabajo se tratan como una mala noticia: la reacción universal a los sólidos datos de empleo de Estados Unidos del viernes pasado fue la expectativa de un reforzamiento de la línea dura de la Reserva Federal.
El Departamento del Trabajo de Estados Unidos informó que la tasa de desempleo volvió en septiembre al nivel de 3.5 por ciento, el mismo de febrero de 2020, antes de la pandemia, un mínimo histórico-. Mientras que el número de plazas creados se moderó a 263 mil contra 315 mil en agosto.
Seamos francos: los banqueros centrales están a punto de hacer frente a una crisis del costo de la vida infligiendo de forma voluntaria un golpe al crecimiento y al empleo que puede incluso provocar una recesión mundial. Afirman que esto es preferible a la alternativa, pero deben explicar mejor por qué ésta es mucho peor. Su “credibilidad” no es en sí misma más valiosa que lo que te permite hacer.
Si el objetivo es evitar que las tasas de inflación se asienten en un nivel moderadamente más alto, hay que explicar por qué eso es peor que renunciar a un mercado de trabajo estelar. Si se trata de evitar una dinámica que se refuerce a sí misma, en la que los salarios y los precios se sigan impulsando de forma mutua hacia arriba, entonces los encargados de los bancos centrales de verdad independientes deberán esperar hasta ver el blanco de los ojos de esa espiral salarios-precios.
En lugar de eso, cada vez más dan la impresión de ceder ante la presión política que llega con los informes sobre el aumento de precios actual, sobre la que no pueden influir. En cambio, deben centrarse de manera exclusiva en las perspectivas de inflación a mediano plazo (mucho más benignas), en las que sí tienen injerencia.
Este enfoque de endurecer la política monetaria para contrarrestar una enorme crisis de precios impulsada por la oferta puede acabar en lágrimas. Si los bancos centrales se equivocan, se les va a criticar por haber causado dificultades no espontáneas a los millones de personas que están en la peor posición para soportarlas, justo cuando nuestra seguridad geopolítica requiere la unidad popular. Si tienen razón, equivale a afirmar que un mercado laboral fuerte es algo demasiado bueno para los trabajadores. En cualquier caso, es difícil ver cómo nuestros responsables de la política monetaria independientes salen políticamente sin un raspón de esta crisis.