Los bene­fi­cios y límites de la privatización en Reino Unido

La experiencia británica sugiere que es momento de analizar dónde no funciona la contratación de proveedores para los ser­vi­cios públi­cos sen­si­bles

El problema de los ferrocarriles es que las vías nunca se separaron del tren. Shutterstock
Martin Wolf
Londres /

Hace unos 40 años, Reino Unido se convirtió en pionero en la privatización de industrias de propiedad pública. Al principio, la atención se centró en unas cuantas grandes empresas, pero con el tiempo esto cambió, ya que el gobierno privatizó monopolios y luego pasó a contratar a proveedores privados de una amplia gama de servicios públicos sensibles. La experiencia ha sido lo suficientemente larga y variada como para aprender algunas lecciones, de las cuales la más relevante es que los principios básicos de la economía importan.

Si varios proveedores compiten en el mercado por un bien o servicio, los consumidores están informados y pueden cambiar a otro proveedor, y los dueños de las empresas soportan el costo del fracaso, entonces las empresas privadas con fines de lucro serán la mejor manera de proporcionar los bienes o servicios en cuestión. Pero las cosas son muy diferentes si los consumidores no tienen una opción efectiva o no pueden tomar decisiones informadas. En ese tipo de casos, el Estado debe intervenir, redactando y supervisando contratos e instruyendo y designando reguladores.

En cualquier caso, no puede existir una presunción general a favor de la oferta por parte de entidades con fines de lucro. El argumento fundamental a favor de los proveedores privados es que seguirán motivados a suministrar bienes y servicios lo más baratos posible. Una razón política es que los contratos privados permiten al gobierno evadir las restricciones autoinfligidas al endeudamiento del sector público incluso cuando los ingresos se utilizan para crear activos productivos. Sin embargo, en contra está la ausencia de una supervisión eficaz y de sanciones creíbles, los proveedores privados se convertirán en implacables extractores de rentas: entregarán bienes y servicios de mala calidad, impondrán costos ocultos y trasladarán los riesgos a otros, principalmente a los contribuyentes. De ser así, hay que subrayar que se tratará de un comportamiento racional. La respuesta tiene que ser la regulación, pero los reguladores pueden ser capturados.

La experiencia británica es ahora lo suficientemente larga como para iluminar estas posibilidades.

En los años de Margaret Thatcher, las industrias privatizadas incluían a British Telecom, Petroleum, Airways, Aerospace, Gas, Steel, Rolls-Royce, Rover y la industria eléctrica. Muchas de estas empresas operaban, o pronto lo harían, en mercados competitivos. Pero la energía y las telecomunicaciones seguían teniendo sus propios reguladores, aunque se podía inyectar cierta competencia en ambas. Esto se debía en parte a que disfrutaban de cierto poder monopolístico y en parte a que la seguridad del suministro era vital en ambos casos. Al final, llegaron dos casos controvertidos: el agua y los ferrocarriles. El agua es un monopolio clásico, mientras que los ferrocarriles tienen algunos elementos de monopolio.

Si miramos en retrospectiva, podemos ver que la experiencia ha estado a la altura de las expectativas de los economistas: mientras más grande es la competencia y más creíble la posibilidad de quiebra, menos controvertidas son las privatizaciones. No es sorprendente que el agua y los ferrocarriles hayan sido problemáticos. En el primero, la extracción de rentas y el dumping de los costos ambientales están en el centro de las quejas. En el segundo, el problema es, en esencia, que las vías nunca se lograron separar del tren.

Sin embargo, como señala Sam Freedman en su reciente libro Failed State, también ocurrió algo más: la privatización de servicios públicos que no son monopolios naturales, pero que tampoco tienen clientes informados capaces de cuidar de sí mismos y, en caso necesario, recurrir a otros proveedores. Entre los ejemplos se incluyen las residencias para ancianos y hogares de acogida para niños, las prisiones y, durante un tiempo, el servicio de libertad condicional. Su libro contiene mucho más que eso. Pero Freedman concluye, a propósito de un hogar de acogida infantil, que “es una acusación asombrosa contra el Estado británico el hecho de que ya no tenga la capacidad de proporcionar atención a quienes más la necesitan y, en su lugar permite que personas manifiestamente poco cualificadas cobren tarifas exorbitantes para proporcionar niveles inaceptables de atención”.

Al parecer, gran parte de las privatizaciones se dieron por los gobiernos locales para ocultar la responsabilidad de la negativa, en el sistema político excesivamente centralizado de Reino Unido, a financiar los servicios. Sin embargo, también plantea grandes preguntas. ¿Son las empresas con fines de lucro la mejor manera de prestar esos servicios? ¿No será mejor que lo hicieran las autoridades locales? O, dados los conocidos fracasos de estas últimas, ¿no será más sensato considerar como alternativa?

Es hora de examinar dónde no funcionará la prestación privada y luego, como diría el primer ministro británico, Keir Starmer, considerar algún “cambio”.

Financial Times Limited. Declaimer 2021

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