La venta de la industria británica del agua en 1989 es la más controvertida de todas las privatizaciones de Margaret Thatcher. Los críticos sostienen que ha sido una estafa: las compañías no han logrado eliminar las fugas, se les ha permitido verter enormes cantidades de líquido residual sin tratar en nuestras vías fluviales y han utilizado una ingeniosa ingeniería financiera para aumentar las recompensas a los accionistas. En un estudio publicado en 2018 se afirma que el flujo de efectivo de los clientes pudo financiar todas las inversiones realizadas, mientras que los préstamos se destinaron a recompensar a los accionistas.
¿Todo fue un terrible error? ¿Qué se debe hacer ahora?
Es fácil argumentar que la respuesta a la primera pregunta tiene que ser “sí”. El agua no es solo un monopolio local, sino una necesidad vital. Esto significa que los proveedores tienen un enorme poder de mercado y no están sujetos a la competencia. Por eso es imprescindible una regulación estricta, pero siempre está la posibilidad de que las empresas con fines de lucro que intentan frenar, puedan ser más inteligentes que los reguladores o los puedan capturar. Además, los riesgos relevantes recaen en los clientes y no en los accionistas. Si las compañías no cumplen, los primeros no pueden irse a otra parte. Solo pueden quejarse y, si la respuesta es más inversión, pagar. E agua es una industria con profundas externalidades, sobre todo para el medio ambiente y la salud.
Por ello, desde hace mucho tiempo se da por sentado que las empresas con fines de lucro están destinadas a ser problemáticas en este sector: los conflictos de intereses son muy grandes para manejarse; sin embargo, existe un contraargumento que, en el caso de Reino Unido, parece decisivo. Se trata de que la Hacienda en particular, y el gobierno en general, son administradores incompetentes de estos activos vitales. Están obsesionados con el lado de los pasivos de su balance e ignoran los activos. Así que, al sector del agua se le privó de inversiones. En este mundo de segundas mejores opciones, se argumentaba que la privatización conducirá a una mayor inversión y a un mejor desempeño del sector.
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Michael Roberts, ex director ejecutivo de Water UK, afirmaba hace unos años que “desde la privatización, la inversión de casi 160 mil millones de libras se registró una mejora sólida y constante, se le proporciona a los clientes agua potable de primera calidad. Las fugas se redujeron en un tercio desde mediados de la década de 1990, dos tercios de las playas se clasifican como excelentes, frente a menos de un tercio hace 25 años”.
Con el paso del tiempo, las mejoras en el desempeño fueron disminuyendo y surgieron los escándalos que vemos. Hubo fallas a la hora de monitorear lo que hacían las compañías de suministro de agua, sobre todo en la descarga de las residuales, y no se exigieron las inversiones necesarias. Además, los poderes de Ofwat (el regulador de servicios del agua) eran inadecuados: no podía imponer cambios en las licencias, bloquear dividendos o controlar los salarios.
Entonces, ¿qué se tiene que hacer? Será posible volver a nacionalizar las empresas; sin embargo, soy escéptico sobre la capacidad del gobierno para administrar mejor el sector. Una segunda opción es mantener las firmas independientes, pero cambiar la estructura de propiedad de aquellas con participación de accionistas. Una de estas alternativas es Welsh Water, que se financia solo con deuda y cargos. Este modelo fue polémico cuando se creó en 2001; sin embargo, ha sido una empresa exitosa con un buen historial en cuanto a cambios en los cargos a los clientes, pero su superioridad en otras dimensiones está menos clara.
Si las empresas siguen independientes, la acción clave debe provenir de los reguladores. Está claro que la situación actual es insostenible. Se tendrá que invertir mucho más. Esto debe financiarse en última instancia mediante los cargos. En este sentido, la cooperación más estrecha posible entre los reguladores ambientales y financieros será crucial. Deben establecerse, controlarse e imponerse estándares más estrictos, con fuertes sanciones para quienes no los cumplan. Si es necesario, se perderán las licencias.
Por último, hay que debatir si es necesario transformar el marco. Dieter Helm, de Oxford, es radical. Defiende “un sistema hídrico que exija menos del suministro de agua potable, en el que los sistemas de alcantarillado se utilicen solo para tratar las aguas residuales, en el que éstas no se descarguen en los ríos y en el que la agricultura y las defensas contra las inundaciones tengan en cuenta el capital natural en sentido amplio”. La respuesta, insiste, es la regulación integrada de las cuencas fluviales.
A veces lo mejor es dar un paso atrás y preguntarse hasta qué punto hay que cambiar algo de manera radical. En este momento ese es el caso en el sector del agua. Hagámoslo.