Por: Valentina Glockner Fagetti
Ilustración: Estelí Meza, cortesía de Nexos
Decir que el espacio “natural” para las infancias es la escuela no sólo es un cliché, sino una falsedad. En parte porque en el país y en el mundo hay millones de niñas y niños que nunca han podido asistir a la escuela, o porque han tenido que dejarla demasiado pronto. También porque muchos de quienes sí asisten cotidianamente a la escuela no logran todavía encontrar su lugar en ella, ni sentir que pertenecen porque ese lugar todavía no ha sido construido, o no ha sido creado especialmente para ellas y ellos. Por ejemplo: varios millones de niños y niñas trabajadores, migrantes y retornados, desplazados, indígenas, jornaleros, en situación de calle, de la comunidad LGBTTTQI+, con capacidades diferentes, o que habitan comunidades periféricas. Durante estos últimos veinte años, sin embargo, he presenciado muchos momentos, iniciativas, encuentros y esfuerzos en los que las escuelas y otros espacios educativos, sus comunidades y sus entornos de enseñanza/aprendizaje, han hecho de todo por reconocer, comprender y acoger la diversidad de las infancias, la complejidad de sus vidas, la relevancia de sus experiencias, orígenes y contextos. Apenas pasado el día en que conmemoramos a las niñas y los niños, resulta crucial reconocer y celebrar también aquellos espacios educativos en los que la diversidad de las infancias y sus modos de aprender son reconocidos y convertidos en la razón de ser y hacer. Aun en contextos de adversidad y precariedad estructural. Un esfuerzo de rememoración y reconocimiento que no nos viene mal en tiempos (¿pos?)pandémicos, en los que estamos volviendo al trabajo presencial en las aulas e intentando recuperar/reconstruir la razón misma de la educación y la escuela.