Por: Gonzalo Sánchez de Tagle
Ilustración: Estelí Meza, cortesía de Nexos
El cristianismo encajado con cuchillas en los pechos de los pueblos vencidos, hizo que el proceso de aculturación se identificara con una transición revuelta en jirones. La tensión invisible del espíritu en un duelo entre tiempos. Un estado de frontera, el nepantla, a mitad de dos cosmovisiones que apretaban los mecates de la historia por ambos extremos. En medio de ellos, la persona neutra ante un credo que no terminaba de cuajar (¿terminó?) y la tradición de los abuelos que susurraba el secreto de los vientos y los rituales de los montes. Nepantla o nepantlismo es indefinición en el núcleo de la esencia individual, un templo marchito y un cruce de caminos. La ilegitimidad de otros sistemas de creencias, para el cristiano del siglo XVI y en particular para el canon eclesiástico español, fue absoluto y su universalismo sentenció la infidelidad de los vencidos. La idolatría como concepto impuesto, supuso la superioridad cultural de occidente por encima de los pueblos conquistados: “la invención de los ídolos fue el comienzo de la infidelidad, y su descubrimiento, la corrupción de la vida”. La evangelización jamás se puso en duda, era una de las causas justas de la conquista y sometimiento de los pueblos. Esto implicó que cualquier noción de trascendencia indígena fuera condenada sin siquiera acercarse a ella, mucho menos comprenderla.