A veces, al leer un texto –un artículo, libro, una consigna pintada sobre una barda, un cómic o un discurso político– encontramos un fragmento que nos impacta o arrebata. Quizá no tenga un efecto inmediato, pero queda impreso en la memoria y tarde o temprano aflora, se manifiesta con fuerza y claridad, nos asalta y transforma. Ahí uno de los valores y potencias de la literatura.
Las obras, en su totalidad, no poseen tal capacidad. Solo ciertas partes son capaces de lograr estos efectos contundentes, que pueden –suelen– ser definitorios e incluso catárticos. Con una sola frase se puede alcanzar una auténtica epifanía.
¿Qué frases, qué fragmentos son estos? Ah, pues ahí está el problema, porque no todos ven lo mismo y no todos interpretan las cosas de la misma manera. Lo que para algunos es una cita profunda y determinante, otros la pasan de largo y se concentran en otras cosas. De hecho, estos libros que reúnen aforismos, citas citables, proverbios y declaraciones notables no hacen sino presentar las partes más llamativas de grandes obras y discursos y entrevistas más extensas. En mi nunca humilde opinión, esos libros no sirven de mucho y son un truco publicitario para hacernos creer que estamos leyendo principios morales, filosóficos trascendentes capaces de cambiar nuestras vidas. Nada de eso, son como dulcitos que procuran placer inmediato, pero que no nutren propiamente.
Uno debe comprender la totalidad de la obra para recibir, de un solo fragmento, una clase de información que tenga esta potencia, este momento con capacidad de cambio. Los libros de aforismos son estrategias que usan las editoriales para crear la ilusión de conocimiento, pero no aportan mucho ni excitan el pensamiento reflexivo efectivo.
Cuando uno lee una obra completa se sumerge en ese mundo específico y solo a partir de esa experiencia –individual– se es capaz de extraer algo de valor, de tener una corazonada, de notar algo potencialmente importante, de ser arrebatado por un recuerdo repentino, de ser expuesto a una verdad dolorosa o conflictiva. Y eso no se logra leyendo frases aisladas. Hay que leer en serio y con conocimiento de lo que se está leyendo. Debemos entender quién es el autor, la conjetura histórica en la que vive, el ímpetu cultural al que pertenece y solo así entenderemos el contexto de su obra y solo de esa manera podremos penetrar con más eficiencia en el significado de la obra. Leer a lo pendejo suele resultar en grandes decepciones y en intentos truncos. Leer para matar el tiempo es otra cosa, otro proceso y es uno que, aunque usted no lo crea, revela cosas sorprendentes y valiosas. Esto porque en este escenario, uno no lee esperando o buscando algo, entonces ese algo se presenta de pronto y se aparece de manera sorpresiva. Leer sin pretensiones también es valioso.
Pienso y siento que la verdad sí existe, que no es una mera maquinación filosófica y que es como una nube de conocimiento e información que va lenta y progresivamente mostrándose, y que nuestra interpretación de la misma es a veces tonta e insuficiente y casi siempre desfigurada por nuestra cultura, transformándola en una morusa indistinguible, irreconocible y confusa. Pero la verdad sigue ahí y solo es imperioso lidiar con esta tendencia perniciosa que nos caracteriza por ocultarla, por ralentizar su descubrimiento y por tergiversar su mensaje.
¿Cómo se muestra la verdad en la literatura? Por un lado, a través de la expresión de nuestras efervescencias más orgánicas, más íntimas y más honestas. Por el otro, descubrimos la verdad aplicando nuestra potencia intelectual más afinada para utilizar abstracciones y modelos que se expresen de manera natural e intuitiva. Pero ni una ni otra agendas pueden lograrlo solas: deben entremezclarse, entenderse para lograr hacer aparecer estos atisbos de verdad, de cualquier siglo, para ver esa claridad, esa certeza, mostrarse ante nosotros de manera trascendente. ¿Puede una frase revelar algún secreto de la naturaleza, una verdad personal, un hecho por ocurrir? Siempre y con tanta frecuencia. El reto es aprender a identificarla.