Tan constante como cada tercer día, para usar una fórmula coloquial, las voces de la élite gobernante del mundo nos recuerdan la fragilidad de la aparente paz global imperante, sabidas las excepciones de la guerra de Rusia y Ucrania, la invasión israelí en Gaza frente a los atentados recurrentes de Hamás y Hizbulá, el bombardeo de Estados Unidos a Yemen y algunas escaramuzas fronterizas entre las Coreas o en India y Pakistán.
La espiral que empezaba a amainar al paso del siglo XX, con no pocos episodios en el camino, como el genocidio en Ruanda y la guerra de los Balcanes, tuvo una reactivación definitiva con los atentados del 11-S, que la ensayista británica Karen Armstrong anticipaba en el libro Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el islam (Tusquets Editores, 2004), publicado en su país un año antes del horror en las Torres Gemelas y el Pentágono.
Cuando habla de los fundamentalismos, sea cual sea su credo, apunta que no les interesa la democracia, la tolerancia religiosa, el mantenimiento de la paz, la libertad de expresión o la separación de la Iglesia y el Estado, a menudo obstinadamente opuestos a los valores más positivos de la sociedad moderna, desde aquellos que reinaron en algún momento en la polis griega, los de la Ilustración y los legados por el siglo XX después de dos conflagraciones mundiales.
Cuando parecía que el laicismo llevaba una tendencia irreversible, de Copérnico a Kant, de Darwin a Freud, de Nietzsche a Camus, el resurgimiento del Génesis y otros libros sagrados ante los descubrimientos de la biología y la física ha reactivado a su vez la lucha de los fundamentalismos que no la ven como política y convencional, sino que la viven como una guerra cósmica entre las fuerzas del bien y del mal. Hoy esos delirios tienen la paz mundial en un hilo, pues son los que rigen las decisiones en Moscú, en Washington, en Jerusalén y en Teherán.
Dice Armstrong: “Los fundamentalistas ven la conspiración por todas partes y a veces están poseídos por un frenesí que parece demoniaco”. Así mero.