La revelación del campo de adiestramiento y exterminio criminal en Teuchitlán no es más que la confirmación de las sospechas. Se hablaba de reclutamiento forzado como un fenómeno, un objeto de estudio y análisis en mesas de trabajo y conferencias magistrales, pero ahora, es una bofetada en la cara, repentina, fuerte y dolorosa, que nos despierta del letargo y la resignación a la que nos ha llevado normalizar las noticias de homicidios y fosas.
Nadie, con un gramo de empatía, puede ser indiferente a este hecho que no solamente evidencia la brutalidad de la delincuencia organizada, sino también la complicidad del silencio y la omisión de las autoridades.
Hoy el municipio conocido por la zona arqueológica de Guachimontones, cobra fama por este macabro vestigio de la historia moderna.
Los zapatos apilados, las maletas maltratadas y la ropa amontonada se quedaron ahí como el rastro de otros que pisaron esa tierra, y muchos de sus restos ahora forman parte de ella.
Las prendas humanizan a los números que crecen en los registros de desaparecidos. Imposible no pensar a quién le pudo pertenecer aquella maleta azul, el vestido floreado, los tenis que alguna vez fueron blancos.
¿Quién habrá reconocido la mochila o la playera? Esas que describió para la ficha de búsqueda y ahora las ve ahí, tiradas y empolvadas, entre el ir y venir de agentes que las documentan para una investigación que se prevé insuficiente. Porque en un país con más de 100 mil personas ilocalizables, este quizá es el primer centro criminal en ser descubierto, pero no el único.
Vivimos indefensos ante la impunidad y la infiltración de criminales en las corporaciones que deberían velar por nuestra seguridad.
El rancho Izaguirre es ahora un monumento a la ineptitud y la complicidad con el crimen organizado. Un testimonio de la crueldad y estos tiempos de terror que jamás deben olvidarse.