Cada sábado (hiciera falta o no) había que bañarse. Muy temprano, la mamá ordenaba llenar una tina para que se calentara al sol; al mediodía mandaba a sus tres chamacos que se desnudaran y se metieran a remojar.
—Y con la piedra pómez se tallan bien esos talones, las rodillas y los codos: están renegridos de tanta mugre. Por eso las maestras los devuelven de la escuela.
Era una enorme tina de hierro colado y recubierta con peltre blanco. De Polanco la desecharon y aquí fue la delicia del vecindario.
Cómodamente cabían tres chiquillos, que no conocían las albercas pero ni era necesario porque en ella hacían que nadaban, practicaban el buceo y salpicaban a todos aquellos que se atrevieran a fisgonear su desnudez.
Llenar la tina no era cosa fácil, pues no en todas las calles de la colonia instalaron agua potable, y cuando pusieron la toma había que levantarse de madrugada para llenar tinas y tinacos, pues apenas despuntaba el sol el servicio era suspendido.
La mamá los dejaba chapotear buen rato; encendía un fogón en el patio y ponía a calentar una lata de veinte litros de agua para que se enjuagaran.
—Y mañana se levantan tempranito para que le den de comer a las gallinas y a los conejos; su papá dijo que nos llevaría a La Marquesa de día de campo. Si no se apuran, se quedan: allá ustedes… Y ya dejen de chacualear, miren nomás el lodero que hacen…
Relajientos, los chamacos disfrutaban hasta que la mamá llegaba con zacate, jabón y piedra pómez.
—A ver, presten acá esas cabezotas, no se han enjabonado. Vamos a ver si no se han empiojado. Esas rodillas renegridas hay que tallarlas con la piedra. Quiten el tapón para que se vaya el agua mugrosa y los enjuague…
El argüende que armaban los chiquillos atraía a los amiguitos y la mamá les permitía introducirse a la tina. Las niñas: con calzoncillos, para que los niños no anden de fisgones.
—Nomás un rato, porque ya comienza a refrescar y pueden agarrar un catarro. Y no tiren el agua cuando acaben: con una cubeta se la echan a las macetas de los geranios…
La mamá iba a la cocina y preparaba jícamas con chile piquín y jugo de limón; también papas fritas. La gritería no paraba, y los golosos se arrebataban la bandeja con las jícamas. Con sus calzoncillos limpiaban los mocos que el agua aflojaba. Y volvían al agua.
A media tarde los papás volvían del trabajo y ante el escándalo de los chamacos asomaban y era pretexto para iniciar la plática y no faltaba quién trajera un cartón de cervezas y convidara, y entonces la mamá sacaba las sillas y los iba los invitaba a pasar. Luego se sumaban las mamás, que acudían con trapos y toallas para secar a sus bodoques, y se quedaban a platicar, y la bandeja de jícamas pasaba de mano en mano.
Incansable, la chiquillada entraba y salía de la tina y como el piso era de tierra, el agua se tornaba chocolatosa.
En la cocina las mujeres se turnaban para freír las papas, colmar la charola y llevarla a los hombres, enfrascados en pláticas que los transportaban hasta los ranchos de los que provenían y extraían recuerdos y anécdotas que a los chiquillos atraían, parando la oreja para luego volver a la tina, aunque el fresco del atardecer los hiciera tiritar.