Los viajes al pasado pueden ser minuciosas reconstrucciones de hechos históricos o intentos por devolver el hálito de la vida a las osamentas de los panteones. Ambos tipos de búsqueda intelectual difieren por la naturaleza de sus objetivos: apoyado en documentos y testimonios fidedignos, el historiador busca la verdad objetiva (una meta quizá inalcanzable, pues nadie se puede ufanar de una perfecta neutralidad ideológica). Los dramaturgos o novelistas que reinventamos la antigüedad nos aventuramos en cambio a imaginar lo que pudo ser, a partir de los datos duros que nos proporciona la historia, cuyas lagunas se prestan a toda clase de conjeturas. El oficio literario puede facilitar esa tarea, pero hacen falta dotes de médium para escuchar y transcribir fielmente lo que un fantasma quiere decir. Sin esa compenetración de nada sirve la técnica más depurada.
Por supuesto, falsificar documentos puede ser un buen ardid para hechizar al lector, como sucede con los diarios, las cartas o las memorias apócrifas de las novelas históricas realistas, pero cuando los efectos de ilusionismo no son un medio, sino un fin, engendran ficciones donde la antigüedad aparece transfigurada por una imaginación delirante. Son quizá las más fieles al impulso escapista de la naturaleza humana, una necesidad espiritual que hoy en día satisfacen a escala masiva las películas y las teleseries. Antes del siglo XX, sólo la literatura y la pintura suministraban ese tipo de evasiones. El romanticismo las popularizó y aunque más adelante el realismo quiso ponerles freno, algunos narradores de gran valía oscilaban entre ambas escuelas. El más célebre fue Gustave Flaubert, un caso raro en la historia de la literatura, porque aborrecía el realismo a pesar de haber sido su máximo exponente. Acusado de faltas a la moral por la crudeza de Madame Bovary, en su faceta de novelista histórico tendía, sin embargo, a la ensoñación romántica. Su obra más ambiciosa dentro de ese género, Salambó, narra los trágicos amores de una princesa fenicia con un joven caudillo mercenario que libra una guerra contra los cartagineses. Reducida al mínimo, la trama de la novela es un mero pretexto para describir oníricamente un mundo que lo seducía por su aureola fantástica. Los hermanos Goncourt consignaron en su diario una declaración de Flaubert a propósito de esa novela: “¿Saben cuál es toda mi ambición? Que una persona inteligente y honesta se encierre cuatro horas con mi libro y reciba a cambio una bocanada de hachís histórico”. Releí hace poco Salambó sin sentir sus efectos alucinógenos. No me dejó estupefacto porque el marco escenográfico es demasiado preponderante y los protagonistas carecen de vida interior, una carencia extraña en un escritor superdotado para los estudios de carácter. Huele a hachís, pero es un festín donde faltan los invitados de honor, sacrificados en aras de la exuberancia imaginativa.
Quizá los prejuicios artepuristas de Flaubert lo indujeron a creer que la antigüedad era un santuario donde sería de mal gusto escudriñar los sótanos de la conciencia. “Lo que a mí me parece más alto en el arte –escribió en una carta a Luise Colet—no es hacer reír, ni hacer llorar, ni provocar el celo o la cólera, sino hacer soñar”. De aquí se desprende que admiraba por encima de todo los poderes mágicos de los grandes fabuladores, pero sólo tuvo dotes de médium para escuchar a los personajes contemporáneos, sin prestar oídos a los antiguos. Tenía un modelo extraordinario para infundirles vida: los dramas históricos de Shakespeare, un retratista genial de la ambición retorcida, de las pasiones enmascaradas y de los móviles inconscientes que transforman la lucha por el poder en un trágico sueño de opio.
Al parecer, Flaubert no quiso manchar con ingredientes tan prosaicos sus vislumbres del pasado. Había escrito Madame Bovary con la declarada intención de elevar a la altura del arte una noticia amarillista (el suicidio de una adúltera provinciana), no porque le gustara la realidad contemporánea. La escribió, por decirlo así, con guantes de látex, tapándose las narices para no aspirar el hedor de seres tan deleznables. Pero quizá tenía más en común con ellos de lo que él mismo estaba dispuesto a reconocer, pues entendió perfectamente a Emma Bovary, pero nunca trabó contacto espiritual con los personajes de sus novelas históricas, un género que le parecía revestido con una pátina de grandeza heroica. El prestigio poético del pasado le impidió escudriñar a fondo sus corazones, como si temiera envilecer un retablo maravilloso. Su inmersión en la nota roja produjo, en cambio, una mota de altísima calidad. El preciosismo literario engalana los mundos ficticios, pero no hace soñar a ningún buscador de paraísos artificiales.