La semana pasada tuve la suerte de conocer a Irene Vallejo en el Festival Internacional de las Letras de San Luis Potosí. La admiraba ya por haber convertido un tema tan erudito como la invención de los libros en una apasionante novela de aventuras y me sedujo la desenvoltura con la que habla en público. En la charla que sostuvo con Jorge Volpi comentó que la idea de escribir El infinito en un junco surgió de sus experiencias como maestra de Letras Clásicas en la Universidad de Zaragoza. Entre sus disertaciones sobre la literatura grecolatina intercalaba comentarios sobre sus primeras experiencias como lectora y al advertir que esas anécdotas reavivaban el interés de los alumnos por las obras canónicas de la antigüedad, se le ocurrió combinar el ensayo de divulgación con el ensayo autobiográfico.
El gran éxito que alcanzó con esta original fórmula demuestra que el arte de la seducción literaria es una herramienta pedagógica de primer orden. Tal vez otros especialistas en letras clásicas tengan una erudición igual o mayor que la suya, pero no la destreza para cautivar con ella a millones de lectores. “La fuerza intelectual no es como la física —decía el romántico inglés William Hazlitt—. Sólo puedes atrapar el entendimiento de los demás por medio de la simpatía”. Sin proponérselo, Irene Vallejo puso en práctica esta idea y la respuesta entusiasta del público revela que el magisterio cautivador tiene mucha más eficacia que el magisterio fundado en el argumento de autoridad.
Tanto en la ficción como en el ensayo, cuando un escritor dicta cátedra el lector comienza a bostezar, pues siente que en vez de enamorarlo queremos imponerle un trabajo forzado. En algunos géneros literarios como la novela histórica es imposible renunciar a la pedagogía, si bien algunos procuramos “enseñar deleitando” a la manera de Horacio. En el ensayo es más difícil aún ocultar o disimular la impartición de conocimientos. “Lo que está en el fondo de esta disyuntiva —escribí en mi Genealogía de la soberbia intelectual— es una elección entre el tipo de autoridad que el maestro quiere ejercer. Puede reafirmar de entrada su jerarquía, y convencer al auditorio de que su inteligencia está muy por encima del promedio, para retirarse luego a la soledad de un claustro, o valerse de hábiles estratagemas para llevar al público a donde no quiere ir. Hasta cierto punto, el oficio literario es una técnica de enseñanza, o de estimulación al aprendizaje, que trata de abolir distancias entre el autor y su público”.
Algunos intelectuales de cenáculo creen que la pedagogía invisible es una concesión a la pereza mental del gran público. En el mundo académico donde se formó Irene Vallejo ese prejuicio es más fuerte aún, pues las jerigonzas de las escuelas filosóficas o hermenéuticas tienden a convertir las humanidades en disciplinas inaccesibles al vulgo profano. Los buscadores de prestigio son los primeros en advertir que la sobrestimación de la dificultad se presta de maravilla para ocultar la falta de ideas bajo un lenguaje críptico y ampuloso. Como se trata de escalar puestos en una meritocracia endogámica, en la que nadie está obligado a cautivar a nadie, la pedantería erudita suple con frecuencia a la intuición lúcida. Quizá el periodismo sea el mejor antídoto contra ese autoengaño, pues cuando un académico tiene que escribir para el lector común, forzosamente debe bajar de su nube y emplear el lenguaje de todos. Descubre entonces que la verdadera dificultad de cualquier disciplina consiste en transparentarla, pues como dijo Antonio Machado, “lo aristocrático y lo verdaderamente hazañoso es hacerse comprender de todo el mundo, sin decir demasiadas tonterías”.
La mercadotecnia del espectáculo nos ha acostumbrado a deglutir películas o teleseries que nadie recuerda 5 años después de su estreno. En las mesas de novedades editoriales tampoco abundan las obras perdurables. Los clásicos son novedades de siempre, inmunes a las mudanzas del gusto. Sin embargo, cuesta mucho trabajo hacerles publicidad en un mundo tan obsesionado con las modas literarias. La noción de “cultura general” se ha ido pauperizando y hoy en día es casi un milagro que una persona sin formación académica tome la iniciativa de leer a Homero, pues la mayoría de la gente cree que para hincarle el diente se requiere un doctorado en Filología, o por lo menos, un conocimiento previo de la historia y las corrientes literarias del mundo helénico. La verdad es que la Ilíada, la Odisea o las tragedias de Esquilo, Sófocles o Eurípides son la mejor puerta de entrada a la civilización que las produjo. No hace falta tomar un curso propedéutico para entenderlas y disfrutarlas, pero la obra de Irene Vallejo es una contribución muy valiosa para que la gente les pierda el miedo.