
La entrega absoluta a cualquier ideal exige una tensión del espíritu semejante a la fe religiosa. Así han surgido religiones heterodoxas más intensas y libres que las reglamentadas por las iglesias. Los poetas del Renacimiento inventaron una religión del amor que deificó a la mujer amada, los caudillos mexicanos del siglo XIX invocaban la religión de la patria cuando iban a dar un golpe de estado, los positivistas crearon una religión del progreso cuyas catedrales eran las estaciones de ferrocarril. También existe una religión del arte, fundada por los románticos, y de ahí proviene, quizá, el credo literario de José Emilio Pacheco.
En los últimos meses leí con fascinación los tres tomos de sus Inventarios, y en ellos descubrí un tema recurrente: la idea de que la verdadera vida de un escritor empieza cuando exhala el último aliento. Sólo entonces la obra desempeña el papel estelar que le corresponde, pues, según Pacheco: “nadie puede saber verdaderamente quién es un poeta hasta que sus versos son su única voz, hasta que nos hablan ya no de la muerte sino desde la muerte y al cerrarse sobre sí mismos se iluminan con su auténtica luz. Dejan de ser productos de una persona para volverse lo único que realmente nos queda de ella”.
Iluminada ya con esa intensa luz crepuscular, la obra de José Emilio emite ahora el misterioso fulgor de las profecías. En los inventarios deja entrever a menudo un anhelo de purificación y desnudez comparable al de los místicos españoles. Era un escritor querido como pocos, al grado de que la gente lo llamaba por su nombre de pila (un premio a la capacidad de intimar con el lector que sólo él, Juan Ramón y Gabo han merecido en el ámbito de la lengua española). Pero en vez de disfrutar su gloria, esperaba con impaciencia el momento en que la poesía se independiza de su creador. La fe en esa vida nueva lo incitó a deplorar las ataduras del alma: “Partir, deshacerse de todo en partes iguales o desiguales. Marcharse, irse, decir adiós, empezar de nuevo, otra vez como náufrago, como lombriz en pedazos”. Que yo sepa, José Emilio era ateo, o cuando menos agnóstico, pero en plegarias como ésta parece un creyente en busca de salvación. Sacerdote de la poesía, quería librarla de cualquier lastre que impidiera su vuelo ascendente, incluyendo, por supuesto, la personalidad del autor. Sólo un místico en busca de la gracia divina, o de su equivalente profano, puede llegar a verse como un obstáculo para alcanzar la plenitud del ser, el triunfo del lenguaje sobre la materia.
La gloria que Pacheco buscaba era la gloria del artífice anulado por su creación. A diferencia de los padres que se ufanan de los triunfos de un hijo, él prefería borrarse para dejarlo resplandecer. No era un monje carmelita y seguramente disfrutó los placeres terrenales, pero ansiaba, sobre todo, la liberación del espíritu. Más que una ambición mundana de ingresar al canon de los clásicos, la visión de la muerte como una culminación o una apoteosis refleja cierta nostalgia del más allá, un deseo de renacer en el mundo de la palabra. Si la presencia del poeta es un estorbo en su diálogo con el lector, su desaparición no es una pérdida, sino un triunfo. Hasta el vocabulario empleado para describir ese tránsito parece inspirado en la “llama de amor viva” de San Juan de La Cruz: “La intensidad que permite a un ser humano convertirse en un gran poeta se vuelve finalmente contra sí misma. El fuego devora la llama hasta que la última individualidad se pierde. La vida del poeta culmina en la extinción de la vida. Ya sólo existe la poesía”.
Cuando Pacheco rondaba los cuarenta años, Rogelio Cuéllar le tomó una foto que luego se hizo famosa: en ella lo vemos acorralado por una caótica montaña de libros. Nunca he visto una biblioteca más viva, ni más insurrecta. No dudo que Pacheco la oyera respirar por las noches. El encargado de ordenar ese caos parece agobiado por la envergadura titánica de su empresa. La obra ensayística recogida en los Inventarios fue una gran victoria de la imaginación crítica sobre la mole de papel que amenazaba con devorarlo. Pero esa biblioteca, el campo de batalla donde tantas veces lamentó que el ego del escritor eclipsara su obra, le deparaba una trampa que paradójicamente coincidía con su mayor deseo. Los libros que tanto amó resultaron a la postre un arma letal. Sus biógrafos no pasarán por alto el trasfondo simbólico del accidente que le costó la vida: una caída al tropezar con un altero de libros, cuando caminaba a oscuras en su biblioteca, atraído, quizá, por el murmullo lejano de una lectura en voz baja. El océano de signos donde se guarecía de la inhóspita realidad le habló al oído con irresistible dulzura. Extinguido para brillar con más plenitud, el protagonista de ese cuento fantástico vive en el reino que más amaba.
Enrique Serna