La ecología del mal

Ciudad de México /

Hace dos décadas, Sergio González Rodríguez publicó una sorprendente investigación periodística —austera, ascética y sobria, escrita con prosa cual un látigo—, Huesos en el desierto (Anagrama, 2002), donde mostraba el atroz paisaje de la disolución social extrema que ocurría en la frontera norteña, esa “dimensión desconocida” vigente desde años atrás mediante los sacrificios humanos, el crimen misógino, la patología de la violencia, la ineficacia y la complicidad policiales, la volatilidad migrante y la quiebra cultural.

El tema era lacerante y escandaloso pues coagulaba el polo más oscuro de lo social al dar cuenta de un fenómeno inédito hasta entonces en los anales delictivos: cientos de homicidios de mujeres, un gran número de ellas solteras y jóvenes, de cabello largo y tez morena, esbeltas obreras de maquiladoras, torturadas y violadas en sacrificios diabólicos sin conocerse ni castigarse a los culpables de ello.

Rechazando concesiones líricas o adjetivadas o quejas morales que enturbiaran la escalofriante demostración narrativa de los hechos documentados, el lapidario método empleado por González Rodríguez observaba el horror del mal directamente y así volvía inútil cualquier retórica en esta inhóspita época circundante, cuando la mejor estética periodística y narrativa, una pavorosa novela de no ficción, debía ponerse a contar el feminicidio sistémico ocurrido al interior de aquella ecología del mal, viscoso territorio en el cual se actuaba con autonomía de cualquier poder público y de todo límite moral, donde nada era cierto y todo estaba permitido: secuestrar y asesinar jovencitas bajo un mismo patrón, arrojar sus cuerpos cual si fueran basura, desechar sus vidas inconclusas y borrar su memoria como si nunca hubieran existido.

Lo invisible se oculta en lo visible. Las causas están en sus efectos y los efectos radican en las causas. De ahí uno de los aspectos más decadentes y anticivilizatorios de la atrocidad que no cesa —esa necromáquina, como la llama la antropóloga Rossana Reguillo, cuando matar y morir ya no es suficiente ante las nuevas formas de violencia que alimentan su mecanismo—: la absoluta incapacidad política y formal para impedir los cientos de miles de desapariciones, feminicidios y crímenes que desde entonces vienen sucediendo en una descomposición que debiera asumirse como tema de Estado si el Estado mexicano de verdad rigiera en su territorio histórico, pero que se amparan y multiplican en un mal derivado del mal: la impunidad que el putrefacto sistema judicial mexicano induce y protege.

Asesinos seriales transfronterizos, cofradías narcas que inician a sus miembros y a la vez desestabilizan políticamente, fratrias masculinas cuyas cohesiones se originan en la depravación compartida, tratantes de blancas y traficantes de órganos, comerciantes de imágenes en las profundidades gore o splatter, asesinos de juerga que matan por deporte, consumidores homicidas de mujeres, gavillas que las venden como objetos esclavizados y no retornables, todos ellos verdugos monstruosos en el denso crepúsculo cultural de nuestros días y sus tantos significados, sus múltiples agravios para las muertas y los muertos, sus deudos, el contrato social, las instituciones, los ciudadanos, los símbolos esenciales, la bondad divina, el futuro del país o la viabilidad misma de la condición humana.

Esa amarga conciencia de lo insoportable —“Aquellos que dicen la verdad expresan sombras”, escribió Paul Celan—, vuelve a surgir en Ruido, una devastadora película de Natalia Beristáin con guión de ella misma, Diego Enrique Osorno y Alo Valenzuela, más la estrujante actuación de Julieta Egurrola como una Antígona que sale a las calles para buscar a su joven hija, desaparecida durante un viaje de vacaciones, y descubrir su aciago destino. Mientras el padre queda abrumado ante el suceso, la madre hará un viaje iniciático por el inframundo del crimen exigiendo el derecho inmemorial de los muertos a ser sepultados, preservar su memoria y conceder el descanso a sus restos, ese vivir para los suyos aun después de la muerte. El derecho del ser frente al no ser.

Absorbente, directa, con una impecable narratología fílmica hasta en su lirismo último, Ruido muestra la fuerza épica y la valiente solidaridad femeninas a través de una abogada amenazada de muerte por sus indagaciones jurídicas, una periodista que documenta el espanto y en represalia será levantada por los ejecutores, un grupo real de mujeres buscadoras de restos de los desaparecidos e indignadas feministas reclamando justicia de género, frente al despeñadero patriarcal de un Estado en desintegración, un fiscal paralizado por el miedo o un torvo sicario que dará las razones de la inmolación de la chica: traía una bolsa de cocaína ajena y además “estaba buena”.

Este país que se crucifica a sí mismo sólo podrá salvarse mirando directamente el horror. Tanto Ruido como Huesos en el desierto lo hacen. Dios no puede estar contra Dios.


  • Fernando Solana Olivares
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