¿Cuándo nacieron las características que nos hacen ser lo que hasta ahora hemos sido? La ciencia calcula un plazo de casi mil milenios atrás y sugiere como su escenario probable un pequeño grupo de incipientes Homo sapiens en torno de una hoguera primordial.
El modelo más cercano a esa humanidad ancestral —que se hace posible solo ante la luz y bajo la protección del fuego, circunstancia material que dará lugar a todo lo demás— son los Ju/’hoansi del desierto del Kalahari, cazadores-recolectores bosquimanos que acostumbran dos tipos de uso verbal, según cuenta el biólogo evolutivo Edward O. Wilson.
Las pláticas diurnas, dedicadas a intercambiar información práctica (viajes, búsqueda de comida y agua, chismes que alimentan los vínculos sociales), sustancialmente distintas a las conversaciones nocturnas, en las cuales aparecerán la imaginación, la metáfora, la fantasía. Ahí surge la narración, la cual dará lugar al canto, al baile y a la liturgia religiosa, al sentimiento de lo trágico, a la percepción del más allá, al recuerdo de los muertos inolvidables. Narrar es decir “hubo una vez” y también “habrá una vez”. Vivir es narrar.
La horda primordial alrededor de la lumbre desarrolla empatía entre sí, asume a cada uno de sus integrantes como individuo, puede comprender y anticipar su comportamiento, saber cuándo cooperar y cuándo competir con los demás. Un círculo que mira absorto el fuego, se escucha a sí mismo cada noche y va haciendo-recibiendo-inventando el lenguaje (una combinación infinita de palabras traducibles en símbolos que otorgan nombre y significado a toda entidad y proceso así sean imaginarios). Esa vida significante, que abarca lo que la mente conjetura y lo que el corazón siente, es la que construye la evolución cultural. Entonces aparece nuestra especie parlanchina, anómala y mutante, aquella “destinada a ser apocalíptica”. El animal locuaz que dirán los griegos para definir a los seres humanos.
Además de los dos tipos de uso verbal en el origen humano: el lenguaje diurno pragmático y el lenguaje nocturno especulativo, los bosquimanos también distinguen dos tipos de hambre o de necesidad: el hambre pequeña, una circunstancia fisiológica y primaria a resolver, y el hambre grande, la acuciante necesidad para darle sentido al misterioso e inabarcable hecho de la existencia, para conocer lo visible y lo invisible. Satisfaciendo la primera exigencia el grupo logrará sobrevivir; practicando la segunda desarrollará su conciencia. El ser se irá haciendo humano mediante la comprensión, una tarea colectiva cuyas consecuencias históricas y cognitivas hasta hace poco eran patentes: todo lo sabemos entre todos porque el ser se construye a sí mismo en contacto con los demás y a través de lo que conoce.
Este ciclo de mil milenios parece haber llegado a su fin. Nos acercamos cada vez más a aquella “muerte del hombre” anunciada por la filosofía moderna. Existe un sentimiento colectivo —racionalizado o no, es lo mismo— de que el mundo común se ha perdido o está cerca de terminar. “No nos quedan más comienzos”, reconoce el pensamiento profundo, y el nihilismo materialista posmoderno ha violentado los límites de la razón: el viejo lema moralmente falso del nada es cierto y todo está permitido se ha impuesto en una catastrófica y colectivizada realidad.
¿Qué debe hacerse cuando las referencias se evaporan, los cánones colapsan y a escala mundial predomina el hambre pequeña del egoísta deseo individual, ese “soplo helado del vivir-solo”, el lenguaje de lo superfluo inoculado por la omnipresente videoesfera y sus sofisticados modos de persuasión? ¿Qué ante los sistemas tecnológicos que ignoran el libre albedrío de las personas y disuelven su capacidad política, ante la condición agónica de las humanidades y la obscena ausencia del pensamiento crítico, ante la posverdad sistémica cada vez más común? ¿O ante las derivas civilizatorias claramente necrófilas de la violencia como costumbre, la desigualdad económica, las asimetrías estructurales de la sociedad, las guerras genocidas, el arrasamiento planetario de un materialismo ciego?
La sabiduría propone salir del tiempo frenético de la vida mediante una acción simple: dar un paso lateral. Es el recogimiento, la interioridad de la conciencia que ha de volverse anacrónica, abandonar la compulsión de lo inmediato al considerar esta fatal encrucijada, la misma de aquel hipotético ingeniero que debe reparar las vías de la estación sin interrumpir el incesante paso de los trenes: encontrar tiempo donde no lo hay.
Los griegos afirmaron alguna vez que el hombre era la medida de todas las cosas, autismo antropocéntrico que llevaría a una deificación suicida, una exaltación de lo humano cuyo corolario desembocó en la inhumanidad. Es hora última de que seamos serios haciéndonos preguntas serias, justo cuando todo está hecho para no pensar. Aprender no qué sino cómo. Al modo de un moverse inmóvil, de un oxímoron final.