En alguna parte de El Danubio, el inagotable libro de Claudio Magris escrito entre las márgenes heracliteanas del río histórico donde sucede su crónica, el autor se encuentra con una antigua condiscípula quien le narra cómo ha sido su vida hasta entonces. La mujer se confiesa cansada ya de significar para los otros un constante apoyo, una proveeduría permanente, un invariable dar. No le agobia la tarea, la cual acepta con discreta nobleza y asume como un destino que cumplirá hasta que pueda, sino lo que a cambio de hacerla ha venido recibiendo: la mezquindad de tantos de sus beneficiarios que nunca reparan en las necesidades de ella, no le preguntan sobre sus circunstancias ni se interesan en su situación.
El encuentro ilustra el drama de la no reciprocidad, la paradoja de quienes son desprendidos y por tal razón, sin ellos quererlo, hacen creer a los otros que nada necesitan. Si el esquema ideal de las relaciones humanas es una dialéctica entre el servir al prójimo y ser servido por él, los individuos dadivosos como la antigua condiscípula de Magris han venido al mundo principalmente para obrar al servicio de los demás. Singular condición de una fortaleza anímica cuyo camino se transita en una sola dirección: la generosidad.
La mujer danubiana no se queja de esa circunstancia con el amigo de juventud, simplemente confiesa el desaliento moral que a veces le produce su invariable repetición. ¿Cómo explicar ese dar y no recibir proporcionalmente, hacer mucho y obtener tan poco, demostrar tanto y no convencer?
En una entrada de diciembre de 1946 Giovanni Papini, el viejo escritor casi ciego y al fin convertido en sabio por los infortunios de su destino, escribió en su diario: “Uno de los motivos principales de la desdicha de los mejores es la espera en los demás: esperan siempre —afecto e inteligencia— más de lo que pueden darles los demás. Algunos no dan por avaricia espiritual, o dan menos de lo que podrían dar. La mayor parte son tan pobres que tratan de recibir, pero no pueden dar porque no poseen sentimientos, ni inteligencia. Quien mucho tiene y mucho da se imagina fácilmente que los demás están hechos como él, y se engaña, porque no advierte, o lo advierte demasiado tarde, que es una excepción. El que de joven se ilusionó menos, menos desilusionado estará de viejo”.
Aquel que reconociera años atrás, nostálgico de un pasado heroico, que en los tiempos modernos habían desaparecido los gentilhombres y hasta los hombres para predominar los infrahombres, mencionaría su derecho a sacar la conclusión, fundada en repetidas experiencias, de que muchos de los sinsabores de su vida provenían de aquellos a quienes había tratado de dar las mayores alegrías: “¿Acaso debemos pagar con el propio pesar la dicha que pretendemos dar a los demás? ¿O es un error proporcionar alegría?”
La ayuda, el amparo, la enseñanza, la provisión, el interés, el cuidado: sinónimos todos de esa alegría.
Anales del desencanto de los mejores o registros de la pureza y belleza del fracaso, como diría Walter Benjamin, cuyas acciones no correspondidas acaso requieran una secuela metafísica para cobrar sentido. Quizá la conciencia inventa las religiones como una manera de consolar las injusticias y ofrecerle al dadivoso un sentido futuro de su actuar sin respuesta presente. Aunque para Jean Jacques Rousseau, citado en el diario del escritor florentino a la manera de un par de sus mismas tribulaciones, ningún dolor vivido ahora será mañana un gozo beatífico: “No pudiendo ya hacer ningún bien que no se vuelva en mal, no pudiendo actuar sin dañar a otro o a mí mismo, abstenerme ha llegado a ser mi único deber”.
Esa abstención, una desesperanza solo declarada pero no cumplida porque ni paraliza el impulso positivo ni impide la acción del hacer por los otros, sobreviene cuando el orden de la fuerza generosa no proporciona a quienes lo ejercen aquello que a los otros dan, cuando no se tienen certezas sobre un más allá compensatorio o cuando no se cree en la justicia retributiva del karma para asumir la acción cumplida como si fuera una reciprocidad por venir. A partir de ahí solamente queda el acto por el acto y no por la búsqueda de su resultado. El cínico dice: cuídate de aquellos a quienes haces favores; el egoísta dice: no hagas favores a nadie; el bondadoso dice: nunca dejes de favorecer.
Las hojas caen, el viento pasa, la vida continúa. Y hasta hoy los generosos integran la cuenta inolvidable de las historias humanas que nutren la memoria común. La vida —más extraña de lo que pensamos, más extraña de lo que podemos pensar— es algo que escapa al conocimiento de la razón. Toda virtud es energía, observó Proust. Los generosos persisten aunque alguna vez se desalienten ante la indiferencia que reciben.
Ellos habitan en sus acciones: la agridulce fuerza de la generosidad. Creen que lo que no se da se pierde. Que la forma más alta de la inteligencia es la bondad.