Posmodernidad y evaporaciones. Una tendencia literaria se ha vuelto predominante en nuestros días. La relación estructural clásica entre la peripecia (la vivencia tenida) y el reconocimiento (la experiencia obtenida), aquella parte esencial de la psicología aristotélica del personaje que construyó la conciencia y la identidad occidental vigente durante dos milenios parece ya no importar.
Ahora los caracteres de ficción actúan incesantemente y pocas, si no es que ninguna de sus peripecias los enfrenta al reconocimiento interior, al ámbito mental y ético de la reflexión, un tomar distancia de los sucesos para narrar sus actos a sí mismos, aun indirectamente como permite la estética, y de esta manera comprenderlos. Dicha tensión entre hacer y pensar (o sentir pensando), una dialéctica oscilante, es lo que construía la densidad del personaje de ficción, su psicología, como construye también la del ser humano.
La revolución narrativa de Shakespeare significó la creación de personajes que tenían una característica antes desconocida: se escuchan casualmente a sí mismos. Juego de desdoblamientos y resonancias, ecos multiplicados, esa escucha casual refleja la extravagante ambigüedad no lineal del diálogo interior de la mente y muestra su multiplicidad, aquel ¿cuántos eres? que un personaje literario pregunta a otro. “Muchos”, era la respuesta.
La narración se distingue porque en su transcurso requiere imágenes, una “escenografía” interior donde se lleve a cabo. Tanto la existencia misma de la persona como la del personaje literario (incluida su terminación, su buena muerte, diríamos) sólo son posibles dentro de una narración, porque en ella la vida se entiende como un camino rico en semántica, en significados potenciales, en sentidos a descifrar. Nietzsche escribe que se asoma al barandal de sus días y que así nos vamos contando la vida, narrándola para nosotros mismos.
Narrar es llevar a cabo una selección. Una criba que depura las vivencias, meras anécdotas que permanecen iguales a sí mismas, y las distingue de la memoria, una tarea orgánica que constantemente reordena e inscribe, reelabora creativamente los recuerdos: los vuelve a narrar. El barandal es un soporte, un medio para la atención. Y si todo mirar genuino es un rodear el objeto, el barandal sostiene ese asomarse desde múltiples puntos de vista a él en un acto que contiene distancia y aproximación, que supone inclinarse sobre lo visto, mirarlo bien. No otra cosa significa la reflexión: inclinarse para ver. El recuerdo se invoca, la anécdota se evoca. El recuerdo es un reconocimiento, la anécdota sólo consiste en una peripecia.
Siguiendo a Gadamer, el hermeneuta, Byung-Chul Han explicará que en las experiencias encontramos al otro, y que por el contrario, “en las vivencias nos hallamos a nosotros mismos en todas partes”. La experiencia provoca transformaciones. En esto radica la distancia entre la experiencia, que otorga la sabiduría existencial para aprender y cambiar, y la vivencia, que incluso siendo espectacular, truculenta o memorable, deja intacto lo existente. Los caracteres literarios de la posmodernidad, representación de la no persona, nunca se escuchan, ni siquiera casualmente, a sí mismos.
La hegemonía de la vivencia en el mundo globalizado está vinculada al predominio del homo videns tardomoderno, aquel que ve sin comprender. Sus personajes literarios, lo mismo que los sujetos reales, tienen vivencias que asumen como externas a ellos. El obsesivo culto mediático a la acción reproduce esa mentalidad. En esta sociedad del rendimiento y la auto obligación, la pérdida de la capacidad contemplativa conocida como reconocimiento es responsable de la absolutización de la vida histérica y crispada, del infierno de lo igual impuesto en todas partes.
El odio a la contemplación ha desembocado en la falta de atención generalizada, difusa e insustancial que acerca al individuo de hoy a la conducta propia del animal salvaje, incapaz de recogimiento interior. A pesar de que el alma humana necesite ámbitos, esferas mentales, como las llama Byung-Chul Han, “en las que pueda estar en sí misma sin la mirada del otro”.
El acto narrativo fue descrito hace dos mil años por Jesús en el Evangelio apócrifo de Tomás: “Lo que saques que esté dentro de ti te salvará, lo que no saques que esté dentro de ti te destruirá”. Sacarlo es contarlo, considerarlo, interpretarlo, comprenderlo al decírnoslo. Es el acto de la contemplación o el reconocimiento, no el de la peripecia en la cual la persona no puede elaborar ninguna distancia entre el hecho significante y el significado de lo hecho.
La peripecia y el reconocimiento, la vivencia y la experiencia, la anécdota y la narración seguirán siendo, sin embargo, elementos de la conciencia humana y la cognición, atributos irrenunciables del ser. La historia es como las olas de la marea: se retiran y vuelven porque nunca se han ido.
AQ