Ella prefiere la quietud

Ciudad de México /

“Siempre he estado en este punto preciso, […] sin moverme, quieta, ¡palabra mucho más bella que patientia!” La quietud es un reposo sosegado, libre de toda ansiedad. En su etimología griega está la cualidad de lo inmóvil. La paciencia es un esperar algo sin angustia, la quietud es un no esperar nada.

En uno de sus aforismos Franz Kafka sugiere lo mismo: “No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera. Pero ni siquiera esperes, quédate completamente quieto y solo. Se te ofrecerá el mundo para el desenmascaramiento, no puede hacer otra cosa, extasiado se mostrará ante ti”.

A Simone Weil se le apodó la Virgen Roja. Fue marxista militante por un tiempo, pero salió indemne de tal elección. Sin renunciar a la lucha por la justicia y los derechos de los desposeídos, entendió que la felicidad no era resultado de un programa político: “No son las grandes cosas las que hay que transformar, sino las pequeñas, que son precisamente las grandes para el alma”, escribiría. Colaboró con la República española y debido a su fragilidad física fue combatiente sin combatir, también fue correo y miembro de la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial.

Pese a haber obtenido uno de los mejores promedios en la prestigiosa Escuela Normal Superior de París, Simone renunció a la docencia para trabajar como obrera en una hilandería durante un año. En ella aprendió de los obreros más viejos que las heridas que sufrían los aprendices eran el oficio que entraba a su cuerpo.

Decidida por voluntad propia a hacerse al catolicismo —más que a convertirse, pues no buscó ser bautizada—, aun habiendo nacido judía, cuatro momentos marcaron su experiencia mística, encuentros narrados por ella misma en A la espera de Dios (Trotta, 2009), volumen de cartas y ensayos publicado después de su muerte.

En 1935, después del año de estancia en la fábrica, sus padres la llevaron a Portugal para recuperarse. “Tenía el alma y el cuerpo hecho pedazos; el contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta entonces, no había tenido experiencia de la desdicha, salvo de la mía, que por ser mía me parecía de escasa importancia y que no era, por otra parte, sino una desdicha a medias, puesto que era biológica y social”. Weil hablaba de su precario estado de salud y de las fuertes migrañas que desde niña la aquejaban.

Sus padres se quedaron en Lisboa y viajó sola a un pequeño pueblo de pescadores tan miserable como las condiciones físicas en las que ella estaba. Durante una noche de luna presenció la fiesta patronal. Las mujeres de los pescadores marchaban en procesión portando cirios y entonando antiguos cánticos de una tristeza que le pareció desgarradora. Tuvo entonces la certeza (la revelación: retirar el velo) de que el cristianismo era la religión de los esclavos, “yo entre ellos”.

La segunda experiencia ocurrió en Asís, en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa Maria degli Angeli, “incomparable maravilla de pureza” en la cual a menudo rezaba san Francisco, donde algo más poderoso que ella dobló su voluntad y la obligó, por primera vez en su vida, a ponerse de rodillas. Hincada, vivió ahí una mística del amor fati, de la razón clara. Fue vivida por Dios.

La tercera sucedería en 1938 en la abadía benedictina de Solesmes. Durante el domingo de Ramos sintió intensos dolores de cabeza y los sonidos la dañaban como golpes. “Un esfuerzo extremo de atención —escribió— me permitía salir de esta carne miserable, dejarla sufrir sola, abandonada en su rincón, y encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita belleza del canto y las palabras”. Ahí comprendió la posibilidad de “amar el amor divino a través de la desdicha”.

Un joven católico inglés que le pareció un mensajero angélico le haría conocer Amor, poema metafísico de George Herbert, el cual diría en sus violentas crisis de dolor, poniendo toda su atención y abriendo su alma a la ternura que encierra: “El amor me acogió, más mi alma se apartaba…”. Simone creía que era un mero poema curativo, pero en una de sus recitaciones descubrió que tenía la virtud de un esclarecimiento: sucedió que “Cristo mismo descendió y me tomó”, explicaría. Las migrañas desaparecieron.

No había rezado hasta entonces pues temía el poder sugestivo de la oración, método que le parecía muy pobre para alcanzar la fe. En la primavera de 1940 leyó el Bhagavad-Gita y un impulso la llevó a traducir el Padrenuestro del griego. Desde entonces lo pronunciaría. Si al decirlo su atención flaqueaba aunque fuera de forma “infinitesimal”, volvía a decirlo hasta conseguir una concentración absoluta.

La virtud de tal práctica, que encontró extraordinaria y sorpresiva, la llevó al encuentro de esa “plegaria natural del alma” que describió Malebranche: la atención. Aquella, la forma más alta del amor.


AQ

  • Fernando Solana Olivares
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