La primera de ellas fue conceptual: un cambio de piel. Edward Musson nació en 1920 en el seno de una familia inglesa de clase alta. Creció como hijo único (“propenso a la introspección”, observa Stephen Batchelor,) en una mansión de piedra gris, y fue educado en Cambridge donde estudió matemáticas y lenguas modernas. Siguiendo la tradición familiar se enroló en el ejército durante la II Guerra Mundial y alcanzó el grado de capitán. En 1945, durante una hospitalización en Sorrento, leyó un libro que sería determinante.
Lo mismo que para Marguerite Yourcenar, quien lo consideraría un encuentro revelador, La doctrina del despertar de Julius Evola abriría para Musson las puertas de otro sistema de pensamiento, una ciencia del espíritu a través de un tratado sobre budismo que por primera vez en Occidente era mostrado de manera completa y con objetiva claridad a partir de las experiencias de su autor, un pensador tradicionalista italiano.
Después de servir como soldado de infantería durante la I Guerra Mundial, Evola se vio como tantos de su generación abrumado por “la sensación de incoherencia y fatuidad de los objetivos que suelen estimular a los seres humanos”. Después de intentar superar su desintegración existencial sin lograrlo, a los veintitrés años decidió suicidarse. Lo detuvo la lectura de un pasaje del Canon Pali en que el Buda habla de la extinción. Evola tuvo una “iluminación súbita” al leerlo, la cual le mostraría que el deseo de acabar con su vida se originaba en una ignorancia opuesta a la auténtica libertad.
Edward compartía con su camarada de la guerra Osbert Moore, otro inglés unos años mayor que él también interesado en el budismo y también lector deslumbrado de Evola, un profundo malestar ante “la apestosa masa de corrupción, explotación y odio” que veían cernirse sobre Europa. En noviembre de 1948 decidieron viajar a Ceilán para convertirse en monjes budistas, siguiendo así una incipiente práctica iniciada por un puñado de occidentales. Ordenados como bhikkhus en Colombo, a Musson se le impuso el nombre monástico de Nanavira (Ñanavira según la grafía sánscrita) y a Moore el de Nanamoli.
Este último se dispuso al aprendizaje del pali en el monasterio de Colombo para traducir la profusa bibliografía budista, mientras Nanavira se dedicó intensamente a la práctica de la absorción meditativa (Jhanas, estados de profunda concentración de los cuales existen ocho etapas). Al año de estarla practicando incesantemente contrajo tifus y empezó a padecer indigestiones crónicas que lo postraban en cama retorciéndose de dolor. Nunca se curaría de la enfermedad.
Imposibilitado para sentarse a meditar con la asiduidad de antes, Nanavira estudió los discursos del Buda y los comentarios sobre ellos. El mensaje primario y la elaboración dogmática que los siglos levantarían a su alrededor. Mientras más estudiaba el mensaje básico, más dudaba de las interpretaciones posteriores. Reivindicó el valor del desaprendizaje y se alejó de la autoridad autoconstituida, aceptando solamente la veracidad de los discursos de Gotama y el entrenamiento meditativo.
Pondría en duda, como más adelante Batchelor y otros practicantes budistas, los dogmas inapelables del karma y el renacimiento, para recuperar la importancia esencial que el Buda otorgaba a “una visión completamente empírica de las fuentes de la experiencia humana”. Una perspectiva más cercana a la fenomenología y el existencialismo contemporáneos que a una doctrina consagrada como obligatoria verdad.
En 1954, Nanavira decidió convertirse en ermitaño y abandonó la comunidad monástica para marcharse a una solitaria cabaña en un remoto lugar del sureste de Ceilán, donde viviría cerca de un pequeño poblado y un santuario de aves. Sobreponiéndose a su mala salud siguió estudiando el Canon Pali y practicando la atención plena. Una noche, paseando por la foresta, su mente “quedó completamente limpia de obstrucciones […] y alcanzó la visión correcta”. Ese esclarecimiento lo convirtió en “independiente de opiniones ajenas respecto a las enseñanzas del Buda”. Los mismos términos “budismo” y “budista” en adelante tuvieron para él “un sabor ligeramente desagradable”, como etiquetas sobre un recipiente.
La enseñanza del Buda, explicaría Nanavira, impone a sus practicantes una existencia comprometida con la integridad ética, la meditación y el autoanálisis. Su obra y su vida alcanzarían entonces una infrecuente síntesis entre el rigor crítico, el esclarecimiento iluminativo y la pasión existencial.
La tarde del 7 de julio de 1965, Nanavira Thera se amarró en la cabeza una bolsa de celofán impregnada con cloruro de etilo. Esa segunda muerte sería un suicidio “irreprochable”, según la literatura budista temprana, cometido por un ser iluminado en una improductiva situación de dolor. O un acto anti budista, según la interpretación escolástica posterior.