Percy Shelley escribió Defensa de la poesía. En ella afirmó su condición divina como centro y circunferencia del saber, raíz y flor de otros conocimientos, suma de opuestos que agrega belleza a lo disforme y reconstruye debidamente lo apenas hecho. La poesía, dijo, crea de nuevo el universo. Más determinante y menos lírico, Heidegger escribió que toda poesía es poner en obra la verdad, que la esencia misma del lenguaje es la poesía, un atender cantando la huella de los dioses fugitivos y que ella, arte mayor, fundamenta la existencia del ser.
Nuestro estar en el mundo nace de la poesía. Así se hablaba, cuenta una leyenda gnóstica, en el Paraíso. En aquella perfección donde el Uno estaba en el Todo y la conciencia del ser aún no se había escindido, cuando Adán y Eva eran una esfera y junto con el creador formaban un triángulo equilátero —más el Jardín del Edén, cuadrante perfecto—, la poesía condensaba la forma y el fondo del ser. Canto, elegía, antífona o rezo que la pareja trágica llevará consigo al ser expulsada. Las hojas de una higuera cubrirán su desnudez, la poesía guardará la promesa de su regreso. Es el aliento de Dios hecho lenguaje.
El misterio, aquella cosa arcana y recóndita que no se puede explicar, ese algo inaccesible para la razón, resulta la raíz de la poesía. La poesía es un misterio. Lenguaje cargado de sentido a su máxima capacidad, significación más allá de la significación, se suceden las teorías pero no hay manera cabal de decir qué es la poesía. Quizá resulte posible afirmar lo que es cuando es y aún señalar lo que no es, hablar de su orden explicado o manifiesto. Pero no son cognoscibles ni su razón ni su circunstancia, su orden implicado, el abismo secreto del cual surgen sus manifestaciones. Todo efecto poético es una perplejidad: tanto en quien lo produce como en quien lo experimenta. Y todo esto no importa gran cosa, porque la poesía se basta por sí misma.
Conocí a Pura hace más de cuarenta años. Estábamos reunidos bajo la tutela de Juan Rulfo, Salvador Elizondo, Carlos Montemayor, Francisco Monterde. Éramos jóvenes y principiantes, pero ella ya era poeta, mujer de letras desde entonces. Su nombre luminoso e imposible, su cabellera medúsica, sus ojos llameantes, una mente vertiginosa y esa juvenil arrogancia literaria que en el fondo era devoción y ternura, me cautivaron con un sortilegio que desde entonces permanece.
Después de tantos años, hoy me toca confesar el a-sombro (sin sombra), la admiración y el respeto que su obra, incesante e ininterrumpida, siempre distinta y sorprendente, despierta en mí. Decir que es una gran poeta expresa solamente una descripción justa, una mera literalidad.
Con 27 libros de poesía publicados hasta ahora, 10 volúmenes de ensayos y 37 traducciones de otros tantos autores, la obra literaria de Pura alcanza ya dimensiones catedralicias, como el templo de una Señora de las Letras, una nave protectora para surcar el tiempo y evitar la disolución existencial. Su poesía semeja una flama dentro de un cristal. Exactas geometrías semánticas y prosódicas, figuras poéticas provenientes de un dominio de tantas vidas (el saber es un recuerdo, decían los griegos) y de tantas voces, de tantas lecturas en esa búsqueda incesante del hilo secreto del lenguaje que la define, cristales de formas irreprochables, y brotando en ellos la luminosa flama de aquel encuentro en la niñez con la poesía mediante una monja benedictina irlandesa, Sister Madonna, en un lejano internado de Dakota del Sur donde recibió el viaticum, el alimento creativo, y conoció su vade mecum, el mandato escritural, la enseñanza esencial de “situarse a la altura de su predicamento”, no desertar de la asignación recibida entre la concurrencia, entre la tensión de belleza y verdad, y considerar el arte poético como una profecía y una penetración surgidas en las visiones de la infancia, origen y fin de todo canto, de toda poesía. Como traduciría Pura a Heaney: “Se dio mi existencia. Estuve ahí. Yo en el lugar y el lugar en mí”.
Lo lacónico es un escalón hacia lo divino. El último libro de esta poeta de la alta lírica, la penetrante memoria, el habla favorecida, Expósita (FCE, 2024) —descarnado y confesional título que define a alguien puesto hacia afuera, abandonado, y en el cual está la heroica biografía vivida y al fin trascendida, el hecho poético mismo como una entrega sin asideros al lenguaje, sustancia transpersonal y no controlable puesto que la lengua nos habla y solo a veces los dioses nos conceden su iluminación, y también está la incandescente autora, la siempre expuesta ante sí misma— ese libro austero y breve, casi monacal, concluye con este poema mínimo de lírica infantil e iniciática: “Érase una vez / Érase que se era / una persona / sin organismo”.
Se abren los libros de Pura y milenios caen de entre sus hojas.
Este texto es un resumen del que fue leído por su autor en la entrega de la Medalla Bellas Artes en Literatura a Pura López Colomé el pasado 12 de septiembre de 2024.