El evangelio apócrifo de Atanasio, tan oscuro y poco frecuentado como su mismo autor, sostiene una historia distinta del Génesis: “En el principio no había nada y luego hubo todo. Un día, cuando aún no se contaban los días, Dios escribió tres palabras en el cielo vacío: ‘Hágase la luz’. Y entonces se hizo la luz, dando lugar a todo lo demás. El mundo, las cosas que lo pueblan y los seres que lo habitan son la escritura de Dios”.
La exégesis ortodoxa, obedeciendo a una lógica causal, invirtió el orden de la proposición y refutó tal comienzo con el conocido: “Y Dios dijo: ‘Hágase la luz’”. Primero vendría el habla, después la escritura. Los eruditos se perdieron en discusiones interminables sobre el orden de prelación, hasta que Mateo Lóbrego, sabio de Alejandría, saldó el diferendo al establecer que hablar era como escribir en la mente de quien escuchaba lo dicho.
El gramático del siglo I a.C. Dionisio el Tracio subrayaría la relación etimológica entre la escritura y el suave arañazo que llamamos rascar (de ahí la extendida creencia de que tejer es un escribir, como la araña polinesia de la que se dice no que teje sino que escribe su tela): “Hay veinticuatro letras de la alfa a la omega. Se llaman letras porque están formadas por líneas y rascados. Porque escribir significaba entre los antiguos rascar, como en Homero”.
Cuando el rapsoda ciego canta y así escribe su saga milenaria, rasca, toca, hiende, dibuja, pinta, desgaja el velo entre la palabra y su evocación. Acto secreto y misterioso que re-vela (muestra y a la vez oculta) la naturaleza inabarcable de lo real. Por ello el significado de las runas, escritura de la mitología escandinava, contiene las dos equivalencias semánticas: lo no dicho, el secreto, y lo mistérico, aquello indescifrable para la razón. La escritura es el secreto de Dios. Esa “pintura de la voz” que dice Voltaire.
La Canción triste, citada por Etiemble en su libro La escritura, cuenta que Ts’ang Kie, legendario inventor de este arte, lloraba durante la noche pues “tenía realmente motivos para ello”.
¿Había encontrado aterrador que las primeras lecturas de las huellas de los humanos y los animales, signos tempranísimos de una incipiente grafía, ahora, gracias a unos cuantos caracteres alfabéticos, contendrían todo lo inmediato y lo mediato, lo tangible y lo imaginario, lo divino y lo mundano, lo pensable y lo impostulado, el futuro y el pretérito, tantos incesantes temas para la interpretación y la conciencia? ¿Sabía desde entonces, como siglos después lo redescubriría Rimbaud, que ponerse a pensar sobre la primera letra del alfabeto podría hacer caer a las mentes débiles en la locura? ¿Que con la invención de la escritura comenzaba “la época crítica” del espíritu humano? Ts’ang Kie pasaba las noches llorando.
La aparición de códigos de escritura sistemáticos, según especialistas como Diringer, representa un paso en la historia de la humanidad superior a la domesticación del fuego y la invención de la rueda. La escritura es la base del desarrollo de la conciencia y del intelecto, de la comprensión de sí mismo y del mundo, del pensamiento analítico y del espíritu crítico característico del ser. Escribo, luego existo.
¿Es un bien o un mal la escritura? Atanasio diría que ningún don de Dios puede ser malo, sino el uso que le dan los seres humanos. Platón, en cambio, pensaba que la escritura llevaría a la gente al olvido, impediría el ejercicio de la memoria y fomentaría la pereza del alma. Su origen, de apenas unos miles de años, palidece ante la intemporalidad del habla, aquel fruto prohibido que llevó a la pareja adánica a ser expulsada del Paraíso después de auto reconocerse, de mirarse desnuda y aprender a decir “yo”, “tú”, “él”.
Los egipcios creían al dios Thot padre de la escritura, los cretenses se la atribuían a Zeus, los judíos a Yahvé —oponiendo una escritura divina a otra humana— y los japoneses pretendían haber recibido una escritura ideogramática de los dioses antes que los caracteres de la suya. El habla, en cambio, escasamente se describe como un don del más allá. Miles de años después de su invención, permanece en lo profundo de las culturas la creencia en las virtudes mágicas y hasta sagradas de los alfabetos.
El temor político de los poderosos ante las palabras nace, según Paul-Louis Curier, de que las primeras palabras escritas en el alfabeto fenicio fueron libertad, ley, derecho, equidad, razón. Su visión romántica deja de lado el par de opuestos que la escritura siempre contiene: el saber y la ignorancia, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad.
Una insensata soberbia gremial proclama que la escritura es la forma más alta de la inteligencia. Sus adeptos le rezan a Hermes-Mercurio, trickster patrono de las artes que vinculan el cielo con la tierra, o a la Diosa Blanca, madre del lenguaje. Al escribir suplican: “Ven”.
AQ