Un coito invisible

Ciudad de México /

Todo era tangencial y alusivo. Al lector no se le ofrecía más que la evocación de imágenes en ausencia. Pero nunca una abstracción, un no estar estético tan deliberado, había causado tanta escandalizada presencia.

La estructura literaria característica del autor era el contrapunto: una cosa que deviene en otra y coexiste en escenas complementarias. Al modo de la mente que vive sus tiempos en un presente del pasado que simultáneamente actúa como un presente del futuro en el presente del presente.

Algún crítico le llamaría después la técnica de la cebolla: una capa que llevaba a otra en una sucesión de simultaneidades cuya linealidad aparente significaba una multiplicidad. De ahí su poderoso mostrar ocultando: velos que disfrazaban las escenas para obligar al lector a mirar por sí mismo (más: a mirar en sí mismo) lo que apenas se sugería, lo que estaba sin estar.

Aquel año de 1856 había sido tormentoso para Gustave Flaubert. Maxime Du Camp, editor de La Revue de Paris que publicaría por entregas Madame Bovary le había pedido algo inaceptable para ese asceta de la forma, el narrador obseso e implacable que amaba la desdichada pasión de la escritura y quien podía tardar meses en escribir un pasaje que duraba apenas unos cuantos minutos o dedicar toda una jornada a encontrar una palabra, un giro o aun una secuencia de puntuación: “Déjanos dueños de tu novela para publicarla en la revista; después la publicarás en forma de libro como tú quieras”.

Había ya raspado, como él mismo decía, cortado, suprimido todo lo posible (“¡Qué prosa tan perra! Nunca se acaba, siempre hay que rehacer algo”). Buscaba frases absolutas, tan inalterables como versos ritmados y sonoros: su prosa cumplía estilísticamente la función de la poesía. Todo lo que escribía lo leía en voz alta una y otra vez, desgañitándose.

No se había sentido cómodo al escribirla. “Como en casa ajena”, recordaría después, escrita en sus comienzos con odio al realismo: “me creen enamorado de lo real cuando lo cierto es que lo aborrezco”. Y sin embargo había conseguido algo enteramente nuevo que fundaría toda la narrativa moderna y contemporánea posterior: dar al análisis psicológico la rapidez, la nitidez, el arrebato de una narración puramente dramática. Una titánica y solitaria lucha que ningún otro autor había emprendido para alcanzar la perfección.

La revisión de Madame Bovary exigió mucho más tiempo del que en un principio pensó. Encontraba una y otra vez palabras que cambiar y asonancias que suprimir. Herbert Lottman, biógrafo, consigna la necesidad de Flaubert de decirle a Louise Colet, su amante, que su novela representaba toda una proeza no solo por las titánicas exigencias creativas y sus alcances —instantes de fuerza y serenidad obtenidos luego de hasta treinta y seis horas de olímpica escritura—, sino porque la desdichada historia de Emma Bovary era una obra moderna escrita por él, un hombre que pertenecía a la Antigüedad. Su imagen era cruda: se sentía como un pianista que tocara con pesos en las falanges.

En cuanto conoció la propuesta de Du Camp tomó el primer tren que salía para París. Al enfrentarse con los editores de la revista obtuvo la promesa de que no se haría ningún corte a la obra y él lo creyó así. No estaba dispuesto a dejar que fuera mutilado ese registro de su malhadada mujercita, tan ajena y a la vez tan próxima a él. Aquella delicia de escribir que un día, según contara a Louise, le permitiera por ejemplo ser “a un mismo tiempo hombre y mujer, amado y amada, me he paseado a caballo por un bosque en una tarde de otoño, bajo las hojas amarillas y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que ellos decían y el sol rojo que les obligaba a cerrar los párpados anegados de amor”.

A pesar de que los editores no publicarían la canónica escena del coche con las cortinillas cerradas donde León introduce a Emma y se cuenta su errática circulación por todo Rouen, la voz que de tanto en tanto desde el interior exige al cochero que siga y el coito se alude —suprema tangencialidad narrativa— a través de la alegoría del vagabundeo mismo y el trote o el acompasado andar de los caballos que lo jalan (“Tu escena del coche de punto es imposible”, justificaba Du Camp ante el creciente asedio policiaco), el gobierno mojigato y filisteo de Napoleón III llevó la novela a tribunales por obscenidad y atentado contra las buenas costumbres. “¿Podía existir en nuestra bella Francia una mujer como Emma Bovary?”, clamaron escandalizadas las buenas conciencias.

Flaubert afirmaba que las imágenes son acción y su novela un conjunto de estructuras o movimientos, de líneas temáticas, estilo, poesía y personajes. Solo como un ermitaño y tranquilo como un esclarecido, su filosofía de la escritura era lo mismo: “El autor, en su obra, debe estar como Dios en su universo, presente en todas partes y visible en ninguna”.

Aquello que ocurría en la mente de Flaubert era un juego de prestidigitación: nunca se había ocultado tanto para así mostrarlo todo.

  • Fernando Solana Olivares
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